domingo, 26 de diciembre de 2010


AHORA SÉ
Samuel Pérez García

Ahora sé que esto ni importancia tiene.
Que mí reincidencia te obstruyó el paso de la luz.
Ahora sé que sólo fuiste un espejismo bajo el candente sol del trópico.
Ahora sé que al besarte buscaba asirme a un madero, cuya corriente llevaba a un lugar distinto.
Ahora sé después de tantos años, que tus besos nunca me pertenecieron.
Que tu boca no se resolvía junto a la mía.
Ahora sé lo que fui para tu vida: una persona ajena.
Alguien a quien mañana será difícil recordar con la lucidez que tienen las buenas memorias.
Ahora sé que "el amor como diluvio" no cumplió su cometido, sino todo lo contrario; en lugar de acercarme, terminó por alejarme de ti. Ahora sé que no formo parte de tu historia personal, de tus alientos, de tus sueños.
Ahora sé que tu soledad es distinta a la mía, que tus miedos y preocupaciones van por otro sendero.
Ahora sé que debo aguantar la inclemencia de un pasado que no debí revivir.
Ahora sé otra vez cuánto vale el olvido.



POEMA
Samuel Pérez García

Si este sol que me ilumina
Fueran tus ojos
Me quedaría mirándolos siempre
No importa que mañana
Ciego me quedara.
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El cuadro que ilustra estos dos textos corresponde al pintor acayuqueño Sixto Aparicio


CAÑÓN

Luis Chávez Fócil


Que vieras entre nubes hacer a tu mamá “streep tease” con una orquesta de tercera a sus espaldas, como arrinconada en una herida de la más profunda oscuridad y un saxofón –soplado por un borracho a intervalos- fuera la especie de marco musical arrabalero mientras que ella, displicente, comenzara a despojarse como margarita y sus olanes, sus brocados blancos, cayeran poco a poco; que se desplomaran no al camastro del hotel de paso sino como que se viene el mundo: a cada golpe del brassiere, medio fondo, ligas; arremangado su vestido encima de una mortecina lámpara y un ratón de la atarjea cruzara a toda prisa en tanto de nuevo el saxofón de mala muerte, ejecutara un halo de alcohol y puro vicio. Que tu mamá, con el índice como ganchito, iniciara a interpretar universal un llamado mientras su boca acomodara un ósculo al oxígeno y se doblara un tanto hacia adelante, sobre la mesa raída o encima de un cojo buró o de la cama del cuarto de a cincuenta pesos rato. Maravilla, como agujero en la atmósfera, como glúteo al aire en donde puedes observar que otras muchachas tienen los calzones rotos. Entonces tu mamá, que continuaría bailando como poseída, de pronto se quitara la última prenda, mínima por cierto, blanca por cierto, y la arrojara hacia tu rostro, impávido de ver cómo la desnudez de tu progenitora, esa hembra que te trajo al mundo, te causa un escozor de frío, un gato trémulo, un vidrio que te rasga el alma. Y entonces tú desobedeces, a la moralina del catecismo dominguero, a los mandamientos que en número de diez te han inculcado a fuego. Tu mamá está que arde, viene, llega peligrosamente, se acerca despaciosa. Ah qué pubis de negrura, qué celaje de cielo bajísimo, de penetrar el misterio, tocar la pulpa del hambre, saciar el agua cuando en eso sientes cómo tu mamá coloca un beso en tu frente y sale de puntitas, jovencito, que sabes has humedecido otra vez las sábanas.
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Escritor tabasqueño.
El cuadro que ilustra es de Sixto Aparicio, pintor acayuqueño.

jueves, 9 de diciembre de 2010

AUTORES DEL MUNDO

POEMINIMOS DE ANTONIO PORCHIA.

Aunque así parezcan, los textos que aquí presentamos no son fáciles de concebir al primer plumazo. Hay en ellos una concepción filosófica sobre nuestra propia realidad. Los invitamos a admirarlos e intentar descifrar no sólo su encanto que ocasiona la brevedad, sino ese sino lo profundo que hay en ellos. (Samuel Pérez García)

Antonio Porchia .


1

A veces
De noche
Enciendo una luz
Para no ver


2

Dios le ha dado mucho al hombre
Pero el hombre quisiera algo del hombre.


3

Si se mira siempre una cosa
No es posible verla.

4

Comencé mi comedia
Siendo yo su único actor
Y la termino
Siendo yo su único espectador.

5

Nadie es luz de sí mismo: ni el sol.

6

Me hicieron de cien años
Algunos minutos que se quedaron conmigo
No cien años.



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Antonio Porchia (1886-1968) es un poeta italiano, que residió desde su adolescencia en Buenos Aires, Argentina. Los poemas que aquí se presentan fueron extraídos del ensayo que de su obra hace Miguel Espejo en Senderos del viento, México, Universidad Autónoma de Puebla, 1985. La numeración de los textos son arbitrarios.

CRONICA DE UNA CIUDAD DESPIERTA.

DE JOB Y OTRAS VERSIONES
Ariel Lemarroy

(Para Gaby, si me permite)

“El hombre nacido de mujer vive corto tiempo
y lleno de miserias brota como una flor y se marchita,
huye como sombra y no subsiste. ( Job 14:1-2)




Allá va.
Como sacado del enigma edípico, apoyado en tres pies.
Un par de ellos, hinchados. Color ladrillo. Recubierto por una cáscara formada por el polvo de todos los caminos.
Sobre su lomo…el fardo de cartón. Cajas que alguna vez fueron de huevo, de cerveza, de alimentos en lata. Leo “sony betamax” sobre una de las tapas.
De eso nunca probó sino la clara transparencia. Y en silencio. Sin amigos. Sin botana ninguna. Pero sin ansias de llegar a ninguna parte que no fuera ese lugar donde le compran por kilo los desechos: cobre, latas, cartón, vidrio, periódicos, aunque por algo a él ( no sé porqué, pero le dicen el Mirinda) no le interesan más que los cartones…y el papel.
Allá vá…como un oscuro eslabón de esa cadena cíclica producto del consumo. Quien sabe si la caja de corn flanes que le pesa en la espalda no vaya a reciclar en una enciclopedia, o el cartón de caguama en libros de poesía, o el humedecido fardo de periódicos en rollos de papel sanitario.
Y quién jura que la caja de klinex no se transformará en novela de García Márquez, o el cartón de sabritas en novela de Moya Palencia, Díaz Serrano u otros polvos enamorados, ahora que esas tenemos.
Se detiene a beber en una esquina; mientras desliza por su lengua pastosa el contenido de la botella oscura, inseparable de sí, lo miro, mientras espero eternamente un taxi que no llega y pienso –no lo puedo evitar-en Martin Gardner y su idea de que “uno puede imaginar un hipopótamo trasformándose por grados imperceptibles en una violeta, pero como lo planteó Charles Forth en una ocasión: ¿Quién enviaría a una dama un ramo de hipopótamos?”.
Y el Mirinda voltea, como sintiendo molesta la mirada, como diciéndonos: ¿Y a donde iremos a meter tanta basura? Y la que nos falta.
Porque invirtiendo las cosas, uno se pregunta en qué irán a convertir los novelones-basura, los churros del cine nacional, las telenovelas, mis versos de adolescencia ( y de aldultez), los discursos, los rollos, las promesas de amor, las dietas, las novelas de la China Mendoza, la Tigresa, el Rayo de Jalisco y los enanitos verdes, Juan Gabriel, Miguel Bosé y la orquesta de Señoritas…
Porque las sociedades ( cito a William Rathje, un antropólogo de la Universidad de Arizona, quien pone como ejemplo a los mayas), tiran basura en el periodo clásico y la recogen en la decadencia.
Por mi parte, espero no vivir tanto tiempo.
Líbrame ¡oh Dios! de que la próxima generación me vea cruzar la calle con todo el peso de la modernidad quebrándome el cansado espinazo. O lo que quede de mí.
Así sea.

sábado, 4 de diciembre de 2010


PRÓLOGO.
Pensar la poesía es una tarea lo mismo ardua que infrecuente. Samuel Pérez García en este libro se dedica con herramientas de angustia y pasión a pensar la poesía. Lo hace naturalmente partiendo de la poesía misma y de la realidad personal y social en que están inmersos sus hacedores: los poetas. La indagación del autor incide en la condición social del ser poeta y en la naturaleza misma del oficio y su finalidad diversa y unitaria como expresión de un mundo bello, terrible y exacerbadamente humano, concentrado en la singularidad individual expresa por la originalidad de la creación y, en consecuencia, del creador. No opone estas dos realidades porque son una en términos de realidad real. Busca la síntesis tras la máscara o frente a lo sombrío de lo aparente, porque el verso como el pensamiento siempre desemboca y se manifiesta en una sorpresiva y poderosa línea de síntesis. Tampoco es pura ingenuidad originaria en la raíz contradictoria de su pensamiento la pretensión de fundir poesía y recepción popular como fuentes que mutuamente se suministren aguas de pureza sucia. El analista sabe que “no se es hoy para dejar de ser mañana según la conveniencia, aunque se pueda. Estamos siendo a cada instante y este es nuestro infierno: vivir el escándalo de la vida, sin poderlo regir; hacer y ser parte de ese escándalo es nuestro natural modo de ser poeta.”. Por eso añade: “No hay más fines en este siglo que comienza.” Más allá del proselitismo paradójico y casi programático de esta última línea, Samuel Pérez García aspira a un mundo consciente de ser mundo por alimentarse de la canción del mundo que cantan los poetas, por lo humano esencial compartido y retroalimentario de quien es su fuente: el pueblo, para decirlo políticamente; o para decirlo más ancho que el mar en su cuenco terrestre y el vuelo de la gaviota negra en el viento primal, la humanidad, el clan, la tribu.
Leer este libro es un buen ejercicio de humildad frente a la poesía. O.G.

sábado, 20 de noviembre de 2010

LA CITA.

Samuel Pérez García



Cuando me di cuenta de que su ausencia llenaba todo el restaurante, sentí un oleaje imprevisto acicatear a mi memoria. Entonces repensé aquella breve charla unos días antes. En el estudio ella trataba de guardar su aplomo, controlar su risa desbocada, urdir pretextos para salvar la rutina de aquella mañana gris. Ella preguntaba y recibía como respuesta otra pregunta. Era un juego de medir las fuerzas, el coqueteo discreto, apenas reconocible.
“Todo aburre” –dijo. Y como un relámpago su memoria regresó los años: dijo nombres sin sentido, mencionó alguna circunstancia, todo con el fin de armar la charla. “Me gusta el mar como amanezca todos los días, tranquilo o enojado” –volvió a decir, al tiempo que ponía sus ojos en la combinación azulosa con vivos grises del horizonte de esa mañana. Al mirar por los vidrios de la ventana divisé un auto deportivo, que velozmente atravesaba desde el oriente la avenida costera. El despacho, situado en una segunda planta de un edificio frente al mar, estaba iluminado por la luz de sus ojos. Sus fulgores eran una especie de templo, donde estaba prohibido hablar para no perder la tesitura de su voz, sus giros delicados ante mi mirada de borrego moribundo. La observaba. Pensaba el modo cómo sus cabellos revolotearían si de repente llegara un viento huracanado. Sentía el gusto de verlos tan a la mano como una fruta dispuesta a saborearse. Y aproveché la ocasión para la cita. Quedamos de vernos un día, en algún lugar alejado del mundo y de sus ruidos. Propuse que esa reunión sería para bosquejarnos según éramos, abrevar de la fuente de cada quien, reconocer nuestros íntimos secretos, el ingenio de decirlo todo y en ese lapso de contarlo, reconocerse las partes del puente necesario. El día de la cita, desde mi mesa de espera, vi como tras los vidrios las palmeras se doblaban ante el improvisado norte. El mar embravecido levantaba sus crestas de agua que golpeaban contra las piedras. Desde mi lugar distinguí a una pareja junto a la playa que disfrutaba el ventarrón inesperado. Ella se prendía del hombre. El, apenas si respondía a la caricia. Ella se levantaba sobre la punta de su pie izquierdo en un intento de alcanzar la codiciada boca. El, imperceptiblemente se alejaba. Ella lo acosaba, el jugaba al repliegue. Giré la vista por sobre el occidente, distinguí un auto que se deslizaba silenciosamente. Se detuvo frente al restaurante. Del auto bajó una mujer como de treinta años, vestía pantalones negros combinado con una blusa azul celeste. Ella se dirigió a las escaleras, lentamente fue subiendo los peldaños. Cuando pisó el último escalón miré su pelo largo, mojado aún, seña de un baño reciente. Distinguí el velo de sus ojos negros. Pensé en el pretexto, la primera palabra, el ritmo de la frase, el tono de voz al pronunciarla. Sin querer levanté la coronita, le di un trago profundo al tiempo que miraba la silla vacía Sentí como el líquido bajaba por todo mi organismo. El huracán se había calmado. El turno era ahora del celaje opalino. Una pasmosa tranquilidad me iba haciendo suyo, retenía mis miedos y desbocaba una tristeza por todo el malecón costero. El cuchicheo de la clientela se confundía con su voz aquella mañana. Pedí otra cerveza. Sin ella a mi lado la borrachera comenzaba.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Te quiero (Mario Benedetti)(video casero)

La magia de Mario Benedetti está en el sentimiento que la letra del poema contiene. La música es solo el aderezo que le permite magnificar el amor que crece exponencialmente en este poema canción. Del autor uruguayo recomiendo estas obras: Primavera con una esquina rota, Andamios (ambas novelas) y Con o sin nostalgia (cuentos).

Victor Jara Poema 15

El poema XV de Pablo Neruda fue uno de los primeros poemas que me gustaron mucho. Si no hubiera experimentado las sensacione que me produjo escucharlo, a lo mejor todavía seguiría siendo hosco con los poemas, pero no con las poetas.

sábado, 16 de octubre de 2010

LOCURITA

Este cuento fue premiado en Argentina. Lo reproducimos con el permiso del autor, y desde aquí le mandamos una sincera felicitación a su premio merecido.

De Luis A. Chávez


Locurita era lo más mínimo del pueblo. Nadie sabía de dónde y cuándo había llegado; con un destartalado cuchillito se dedicaba a la talla de piedras pómez o pedacitos de madera con los que hacía excelentes figuras de animales o personas.
De mediana estatura, negroide y de cabeza al rape, acostumbraba arremangarse meticulosamente justo abajo de las rodillas los pantalones que le regalaba la gente. Hablaba solo e iba y venía por el pueblo sin rumbo fijo; dormía donde le agarraba la noche y no faltaban almas piadosas que de alguna forma estaban pendientes de él dándole de comer o de beber. A veces, cuando algún borracho le preguntaba algo Locurita se hacía el sordo, pero en otras contestaba de acuerdo a su humor. “Rezo yo para morirme –decía- mientras que ustedes como los demás, rezan para vivir, no saben lo que piden, no saben lo que piden, algo muy grande ya viene”. En torno a aquel pobre hombre que además no estaba tan viejo, se decían rumores, como el que había sido hijo de una anciana que lavaba ajeno; otros decían que Locurita era de Belice, por eso era negro y allá, en su tierra natal, sus padres eran inmensamente ricos pero él, enfermo del alma por el desamor de una joven, se echó a caminar.
Unos niños comenzaron a decir que Locurita por las tardes iba hasta un corral abandonado en un rancho en litigio en las afueras del pueblo, se arrodillaba bajo de una palma muy alta de coco y pasaba mucho tiempo rezando con la mirada al cielo y los brazos abiertos. El rumor, como en todos los pueblos sin qué hacer, corrió como reguero de pólvora y allá fue la gente a investigar si era cierto. En efecto, encontraron a Locurita en posición de gran éxtasis y los vecinos, al mirar a la palmera, repararon que en lo alto de aquella mata se podía distinguir un divino rostro. Todo mundo se puso de rodillas y las comadres iniciaron los rosarios, las romerías, el encendido de veladoras y velas, entonces Locurita habló.
-Hermanos y hermanas. Dios ha curado mi enfermedad, Él, por siempre tan altísimo; éste es el lugar que me ha pedido le cuide, benditos sean, pecadores, abran su corazón hacia el Altísimo, amén.
-Amén- dijeron todos e incluso muchas señoras y algunos hombres lloraron.
Locurita estuvo en el lugar unos siete años. Administró la construcción de una pequeña capilla, muy modesta, y cuando los habitantes del pueblo le confiaron todas las limosnas y colectas para levantar la iglesia, fue a la capital por el permiso y hasta el día de hoy lo están esperando.

Luis Alberto Chávez Fócil
Calle Mina 103 Col. Centro
Frontera, Centla, Tabasco
lacosta49@hotmail.com
Cel. 9 22 104 86 30

miércoles, 13 de octubre de 2010

AFUERA LLUEVE


Luis A. Chávez

Afuera llueve. Y en su casa, un hombre salvaje como nadie, mira la televisión a duros trances (su querida se fue, no tiene mucho) de manera que la soledad ha comenzado a roerle. De hecho tiene ya agujeros en algunas de sus camisetas, grises más de olvido que de mugre.
Y con la barba crecida, somnoliento, apura un vaso de leche, un trozo de pan duro como sus dudas últimas mientras mira la casa, para imaginar que ella estuvo allí hasta hace poco, convertida en flor, en ave, en agua.
Recordándola, se duerme.
De sus manos resbala el vaso y el pan porque la gravedad de la vida, si puede arrastrar a una mujer tan lejos, fácil es imaginar de qué es capaz.
En la mañana, cuando por fin se levanta del sillón donde se quedó dormido, a cualquiera le molestaría la espalda. A él no, dolido por no saberla más, por no escucharla. No sabe qué decir, a quién contarle que se encuentra solo, que a punto están, muchos como él, de cometer un crimen.
Decide hacerse el valiente, intenta sacarle a su furor otro legajo, otra vena.
Pero su cuerpo no es de él, es de la inercia, su voluntad requiere de jabón, de un baño urgente.
Y vuelve a la televisión que se quedó encendida, palmo de la mitad de una locura.
Creciéndole las fuerzas sobrehumanas, ya no echa sal en su lastimadura, insiste en vivir a toda costa y, por fin, acepta que perdió esa guerra, que la mujer no acata influencias cuando decide alejarse y, con temple, se va llorando por dentro. Pero les dura poco, salen de su propia tumba como si fueran crisálidas, son las maestras de la noche y día, de la penumbra y la luz.
No existe antídoto para curar de olvido ni para curar de amor (unos se ponen en la frente un crucifijo, hacen promesas vanas, ruegan mucho) Y la mujer que se fue, ya no regresa, se la traga el viento.
De manera que este hombre quiere de nuevo vivir, y se apresura.
Prepara su corazón y sus maletas, se va a cambiar de casa, de país, de oficio, está listo.
Abre la puerta pero afuera llueve.
Y con su premura idílica, con su confianza y su fe, el agua de alguna forma le recuerda a ella.
Y ya no sale más. Vuelve a la televisión para intentarlo (como otras veces) mañana.

lacosta59@hotmail.com

jueves, 16 de septiembre de 2010


Caminata por el siglo

Un disparo acorraló a la memoria
Que huía del pasado.
Hizo un alto en el tráfico jadeante,
Solo para ver como el presente
Se le iba desgastando.


Definición para el exilio

Íntimo soy de la soledad
Que me reparte.
La única patria prometida
Es una cárcel sombría
Donde los años
Qué importan.


Boletín de prensa

Se quitó la soledad
De todo un mes
Y la dejó colgada
En el perchero de la rutina.
Al otro día
Su nombre estaba escrito
Con la tinta de los diarios.


jueves, 2 de septiembre de 2010

DOS POEMAS


Cortejo

Cuando mi columna
No aguante su propio peso
Por tanto recuerdo acumulado
Mis poemas serán el cortejo
Que nunca olvide
Pese a no estar
Jamás entre los vivos.



Corazón en trizas

Nada que haga perder la calma.
Ningún cuchicheo inoportuno.
Lento
Suave como un siseo
Imperceptible.
Un tambor callado es esta noche
Que la lluvia embotella
Bajo los aleros de tu cuerpo.
Ninguna pausa de portón abierto
Ni sombra
Ni luz tristeando tus orillas
Nada.
Hay en este silencio
El grito inequívoco
De un corazón en trizas.
LOS VERSOS DE MARIA ESTHER.
Samuel Pérez García.

Sólo el poeta puede lograr con lo cotidiano un poema. Sólo el hombre dotado de una sensibilidad profunda puede dejar surcos en la conciencia, propiciar la reflexión, gozar con las imágenes y los otros sentidos que la poesía es capaz de propiciar. Digo esto a propósito del libro Fuera del mapa de María Esther Mandujano, quien es publicado por Cultura de Veracruz, editorial independiente que dirige el escritor Raúl Hernández Viveros.
La obra consta de 30 poemas distribuidos en tres partes con 83 folios. La primera se llama retratos de familia; la segunda, y es que el amor; y la tercera, fuera del mapa. En las dos primeras partes del libro es posible encontrar la filigrana musical, las imágenes deslumbrantes y la festividad de mirar crecer la sonrisa de los niños, de haber sido niña, pero también el dolor- no hay poema sin esta cualidad - que motiva el ejercicio de la poesía. Esto lo saben los poetas, aunque a veces, algunos nieguen esa relación entre dolor y poesía. No hay poeta que escriba sin dolor, no hay dolor que no obligue a la tarea de ensoñar la realidad.
Pero hay de dolor a dolor. El dolor físico se cura con un calmante recetado por el médico. El dolor del corazón obliga al poeta a la autocura escribiendo por ese dolor que no se calma nunca. Pues de ser así entonces el propio poeta dejaría de serlo, y se convertiría en un humano cualquiera. Los poetas son seres especiales, errabundos, libertarios, amables y altisonantes, inteligentes y bruscos, pedazos de ternura o hierro candente, escritores que se forman a fuerza del desagrado que propicia el desamor, el abandono, la frialdad del otro o de la otra, la soledad que avasalla, el silencio que corta todo ánimo, la amargura que se desprende de algún adiós o de los últimos instantes en la vida.
De esto y de todo encontramos en la poesía de María Esther. Una mujer que mira en lo cotidiano el recurso para escribir versos de alta alcurnia, de traje musical hecho a la medida, de imágenes que surgen y nos pican la inteligencia para que ésta las goce y las declare patrimonio por derecho propio. Dice María Esther en el poema dedicado a su hijo Juan Arturo:
“Un día descubrimos que todo lo sabía/ Un día abrió los ojos y tomó nuestras manos/ Nos enseñó a andar los laberintos/ del miedo y de la duda/ Puso la soledad en una esquina/ la tristeza las enterró en un borde del camino/ y con su luz dibujó un horizonte de gaviotas.
Pero María Esther no sólo se apropia del dolor y lo comparte. También vislumbra el acto festivo de haber encontrado una mirada, un afecto, una sonrisa en aquel pasado infantil que pervive en su conciencia como un don eterno. Dice en el poema dedicado a Daniel:
“La empanada más grande era la tuya/ el hot cakes con más miel/ mi miel de travesuras Daniel/ Y aquellas noches cuando corríamos/ a los brazos de la abuela porque podían venir/ los monstruos de la noche/
Pero también el amor. No podía faltar. Llenar ese vacío que la poeta mira y siente. Por eso canta, y con el quiere llenar el alma:
/No fueron las serenatas con blancas mariposas/ Acompañando el trino de su voz, los aleteos/ tampoco los poemas que decía a mi oído/ a medianoche cuando el amor en vela cabalgaba/ sobre los mágicos parajes de la luna/.
Y no conforme con esta declaración, como si quisiera reiterar que lo que siente es amor, le dice al sujeto de sus inclemencias:
Amé tus ojos aquella tarde/ los amé sin contar las hojas/ que cayeron en los otros otoños/ sin mirar a través del postigo/ las fotos del recuerdo/ Los amé sin memoria, sin vértigo/ sin soledad, sin miedo/.
Así, sin miedo, con entrega total, María Esther Mandujano se entrega a la poesía, que asimiló desde chica en aquellos umbrales del viejo Puerto México, donde creció y se hizo doncella, arquitecto, y luego, por destino, poeta de alcurnia, poeta del amor, poeta sencilla y a la vez lujosa, por tenerla aquí entre nosotros, oyéndola decir, por ejemplo:
No me preguntes por qué/ pero sin ti mis manos tienen alas/ No me preguntes por qué/ pero vuelvo a nacer mujer de sal y arena/ de sol y hierba/ mujer de barro y pan/ de verde selva.
Ya desde las entrada el libro nos deslumbra con estos versos que dicen: Inmortales somos/ como el canto de grillos en la selva/ como la luz que escarcha de oro lo que toca/ como el temblor del agua en los estanques/.
Para quienes conocemos a María Esther, nos da gusto contar con ella no sólo como mujer y amiga, sino como poeta que sabe lo que busca y toca. Entrega su corazón en los poemas, se hace presente y flirtea con la belleza que recoge en los sucesos menos inesperados: una mirada, unos ojos, la soledad que llega de improviso, y ella, lista, no le arredra esa visita, pero su cubre para decir:
Puso la soledad en una esquina/ la tristeza las enterró/ en un borde del camino/ y con su luz dibujó un horizonte de gaviotas/.
Y como todo poeta, imposible dejar de mirarse en su propio espejo, por eso escribe ¿Es posible que de la soledad/ emerjan los milagros? Y del dolor la dicha/ y del silencio oscuro de la noche/ las estrellas/ María/ quién te vistió de niña en las mañanas/ y peinó tu larga cabellera/ más fuerte que los vientos/,le pregunta María Esther a una homónima suya, que podemos interpretar como su hermana, la otra, la que siente y escribe, la María que se quita el nombre para quedarse con Esther, que es poeta, y mujer, y ama las cosas más triviales para hacer con ellas el oro que deslumbra por su brillo, pero al mismo tiempo, deja entreverar una herida que no puede ocultar y es la que quiere curar. Sin embargo, ella sabe que esa es su penitencia que no ha podido salvar, porque si pudiera, dejaría de ser poeta. Es la grave encrucijada que vive todo escritor: Si escribe se denuncia, nos enseña lo que le pasa; si no escribe no sale al día, no cruza las fronteras del anonimato, no sabemos quién es ni las cosas que le preocupan. Por eso escribir se convierte en un acto de purificación imperiosa, necesario para la vida de todo autor. Y María Esther quiso publicar su libro, el primero, pero creyéndose fuera del mapa literario, escribió el suyo con la timidez primeriza, buscando soltar amarras de lo que en su alma bullía, sin saber lo que vendría. Pues Fuera del mapa, en lugar de mantenerla distante de la geografía de los poetas, la ubicó adentro, en la primera fila de las mujeres veracruzanas (o tabasqueñas) que escriben poesía mayúscula, melódica, fresca y sugerente como estos últimos versos que cito: El amor brilla en los ojos/ revolotea en el pelo/ amor siente en cada célula/ el que de amor está preso/ Amor en manos tranquilas/ amor en los labios trémulos/ amor en cada
sonrisa/ y cada lágrima de fuego/.

jueves, 19 de agosto de 2010

¿LEGALIZAR LAS DROGAS?
Samuel Pérez García.
Ahora todo mundo se cree experto en asuntos que tienen que ver no sólo con el desarrollo de una sociedad sana, sino con aspectos científicos que requieren para la explicación un proceso de investigación. Soltar a botepronto la opinión que las drogas deben ser legalizadas para convertirla en mercancía ordinaria y con eso evitar los conflictos entre cárteles que viven de la producción y el mercadeo de esos productos, son desatinos que resultan imperdonables, cuando provienen de personajes que han jugado papeles relevantes en la política de México. Hablo en este caso del expresidente Vicente Fox, el gran equívoco de los mexicanos en el año 2000, cuyo recuerdo no es por la obra realizada sino por los dislates lingüísticos cometidos, lo que siempre hizo necesitar de un traductor, papel que jugó su director de comunicación social. El otro es Jorge Castañeda, quien fue Secretario de Relaciones Exteriores en el periodo de Fox, y quien sin más, dice que se debe legalizar la mariguana, y lo funda con el argumento de acabar el conflicto entre cárteles que comercializan el estupefaciente.
Ahora todo mundo cree que lo legal es sinónimo de racional, que lo legal puede terminar con el conflicto, al modo como por ejemplo, dos ciudadanos se pelean un terreno. Uno posesionado del mismo, pero sin escritura; y otro, con escritura pero sin posesión del bien. Para dirimir el conflicto, el juez del caso, determinará quién es el legítimo propietario, y por regla general, concluirá que lo es quien tiene en su poder las escrituras reglamentarias. Pero también hay un factor que a veces hace cambiar la trayectoria del resolutivo: el poco o mucho dinero que tengan los ciudadanos en conflicto, y lo mucho o poco del grado de corrupción de la justicia. Pues un caso es el de la justicia ideal, y otro el de la real.
En esa lógica, el narcotráfico es ilegal por carecer de una ordenanza que ampare esa industria, por lo cual, hay que dotarlo de esa cobertura, para que no haya más crímenes violentos cometidos por quienes están armados para defenderse de sus contrarios y del orden legal que representa el Estado.
Si vemos aisladamente el problema de las drogas, es lógico que lo que requieren los cárteles es un permiso para operar bajo la ley. Eso les permitiría moverse sin andar armados y sin parapetos de ninguna especie. Pues si todo es legal, qué caso tiene oponerse a otros que se dedican a lo mismo. Pero opinar así es olvidarse de la historia. Y voy al ejemplo de la primera guerra mundial del siglo XX para no irme tan lejos. La lucha por los mercados fue uno de los factores que condujeron a los países europeos en esa primera gran guerra, y aunque haya existido como aderezo y pretexto el asesinato de archiduque Francisco Fernando, heredero al trono de Austria, el reparto del mercado fue el detonante básico, acción que se ejecutó entre los países vencedores cuando el conflicto terminó.
Pero hay más. Si bien al carecer de cobertura legal, los cárteles de la droga viven una lucha armada sin cuartel por el control de esos mercados, y con ello se llevan entre las patas a la sociedad y al gobierno, por los crímenes, asaltos y secuestros cometidos, lo cierto es que también, aún cuando lo legal sucediese, la lucha no va a parar por otorgarles una ley. Lo que va pasar es que la lucha cambiará de forma. Seguirá siendo dura y soterrada, pues de lo que se trata es saber quien posee más mercado y lo que eso implica: el crecimiento de la fortuna gracias al aumento del consumo.
Pero también sucederá una reconfiguración de la clase política que hoy nos gobierna. Es decir, si hoy está penado usar el dinero del narcotráfico en las campañas políticas, con la promulgación de la ley que oficialice la producción y el consumo de drogas, apoyar a un determinado candidato podrá ser visto como un asunto común, porque el patrocinio provendrá de dinero limpio. Así, el narcotráfico a través de sus candidatos tendrá todas las posibilidades de ascender al poder. Y lo que hoy realizan de manera soterrada, podrán hacerlo abiertamente –por que la lucha contra las drogas no es solamente una cuestión de salud o de paz social, es también un asunto de seguridad nacional (léase político). Luego, entonces, los cárteles de la droga no son entidades que se dedican a la producción y venta de drogas sin más, son también soportes económicos de grupos, si no enquistados absolutamente, sí con relaciones en la cima del poder. Y por lo mismo, tienen un proyecto qué defender, mucho más cuando tengan a la ley en favor suyo. Por eso es que afirmo, aún cuando la droga se legalizara, el conflicto no concluiría, porque más allá de este modus operandi, la riña – que aparenta ser entre maleantes y policías- no es con los que se dedican a lo mismo, sino con los grupos de poder a los cuales pertenecen los mafiosos o se encuentran relacionados. Quisiera con esto adelantar una hipótesis: la vieja clase política, esa que se formó con la revolución mexicana y bajo la tutela gringa, ha dejado de ser operante, y hoy es desplazada por los que viven y disfrutan de las enormes ganancias que deja el mercado de la droga. Y si bien, hoy esos cárteles pelean el espacio político que les falta, no será así para cuando la droga se legalice. Pasarán a disputar el poder político a la vieja clase gobernante, que ya presenta un duro agotamiento en su proyecto de vivir de la conducción del país. Para el Estado, pues, la legalización no es simplemente un problema de salud o de legalidad, sino de evitar o aceptar a la clase emergente que se está formando con el dinero del narcotráfico. Dejemos aquí este punto para discutirlo después y vayamos a otra consecuencia de la posible legalización.
Otra consecuencia de legalizar las drogas es que existe un eslabón débil, al cual se debe defender porque expresa nuestro futuro en el país que queremos. Se trata de los jóvenes, quienes han sido el punto débil en esta lucha contra el narcotráfico. Los jóvenes, al vivir en un ambiente nocivo tanto familiar como social, al no poseer todavía un proceso racional maduro que les permita valorar la vida y sobrevellevarla en paz, son rehén de las drogas que pululan en el ambiente, y tarde o temprano, se ven tentados a engrosar las filas de consumidores.
Esta gente joven, mercado natural de las drogas, se desorientan desde la casa al vivir en hogares divididos y sin patrimonio propio. Para superar tales carencias, se escapan de esa realidad consumiendo drogas. La mayoría de ellos son de economía baja, marginados de la felicidad que proporciona un buen empleo y la educación familiar. Aunque a veces no pasa así. Un buen sector de consumidores es gente de bien, adinerada, que busca por curiosidad o por desorientación, las emociones fuertes, que les permitan congraciarse dentro de sus círculos sociales como atrevidos y libres. Con esa idea, la juventud -rica o pobre-se genera una imagen falsa que para ser libre y autónoma, hay que consumir drogas. Estar in, decíamos en la época del hipismo de los años 70. Si para consumirla antes, había que esconderse de la mirada pública, con la legalización, esos consumidores podrán estar tranquilos en los bares y cantinas, fumando su huatito o periqueando a la luz del día, bajo la sombra de un árbol o del lugar que mejor le plazca.
Nuestros hijos ya no podrán esconderse para ello, y en la fiesta de cumpleaños, no va a faltar alguien que cargue su dosis particular e invite a los ingenuos a dar una probadita, para sentirse mejor. O bien, si a alguno ya se pasó de borracho, con un pericazo pasaría a sentirse mejor y seguir la fiesta. Y por más educación que se les imparta en la casa o en la escuela, difícilmente podrán apartarse de la influencia social que reproduce el libre consumo de la droga.
Pero el problema vendrá después. Nuestra juventud, de por sí, poco reflexiva y crítica de lo que pasa en el entorno, no sólo con los problemas de la propia familia, sino con la que sucede en la ciudad o en país, se volverá más atolondrada y poco útil, porque es de simple observación: cuando la droga pasa a formar parte del hábito de una persona, ésta se vuelve más lerda, confunde sus propósitos de vida plena, y deja de pensar por sí misma, salvo que tenga en la sangre algo de la sustancia habitual para poder ejercer con plenitud sus funciones neuronales ( cuestión muy relativa y que no siempre es así, Chencho). Si ya con el alcohol se tiene bastante, qué no pasará con las drogas que se legalicen. Lo que éstas van creando en el consumidor es una fuerte dependencia, al grado tal que ya no puedes vivir sin ella. Y no permite ser libre, sino vivir atado al consumo, y a la larga, el drogadicto se puede ver envuelto en conflictos de sangre que lastimen la propia vida o las de otros. Las drogas a eso conllevan.
Si eso pasa ahora -cuando las drogas no están legalizadas- con un sector de jóvenes que han perdido la capacidad de pensar por sí mismo, a causa de la no vigilancia que ejercen sus padres o la influencia decisiva que causa el propio medio social y cultural en el cual están desarrollando su vida, qué sucederá cuando las drogas queden legalizadas. El panorama será desolador en todos los aspectos. Y si hoy proliferan los centros de alcohólicos anónimos, mañana será con los centros de atención al drogadicto. Cada práctica de consumo trae consigo un centro de atención social.
A este consumo va a contribuir en mucho la publicidad. Que una vez legalizada podrá con bastante creatividad y libertad seducir la mente de la juventud y de lo niños, con el fin de convertirlos en drogadictos conocidos, tal y como sucedió con el alcohol. Los alcohólicos anónimos como centros de atención deben su existencia precisamente a la legalización de este producto, que ha sido, el factor determinante en el finiquito de la paz familiar. El alcohol es causa principal de muchos accidentes automovilísticos, de desmembración familiar, de violencia juvenil y de muchos otros conflictos. Y por más esfuerzo que realiza la escuela para restar su perniciosa influencia, es poco lo que se ha logrado.
De igual modo pasará con la mariguana, al cual muchos lo ven como una droga benigna, lo que no es cierto. Cualquier sustancia, en consumo demasiado ocasiona trastornos al organismo, incluso hasta el agua daña al organismo consumirla en demasía. Uno de los problemas es el exceso en el consumo de cualquier droga. Mucho más cuando el consumidor, en busca de experiencias más fuertes, como dicen los jóvenes, se realiza un cruzamiento de sustancias, que le hace perder el principio de realidad y se convierte en factor para desestabilizar la tranquilidad hogareña. Mientras tanto, los consorcios productores y los mercaderes de la droga, seguirán acrecentando sus fortunas a cambio de la salud de nuestros jóvenes. Si eso pasara, no se está proponiendo el paraíso con la legalización de las drogas, acaso tal vez un infierno impermisible. Por eso, resulta necesario pensar muchas veces para opinar en torno a la legalización de la droga, porque en dicho tema no está implicado solamente la salud y la paz social, la economía o la libertad de comercializarla, sino que abarca muchas dimensiones que deben analizarse para resolver la pertinencia de que formen parte del consumo abierto.
Puedo seguir argumentando más, pero el espacio ya no da para tanto. Solamente quiero dejar una pregunta a mis escasos lectores: ¿Por qué el gobierno en lugar de perseguir y encarcelar a los intermediarios de las drogas no crea leyes que permitan atacar la base de la cual se nutren los cárteles, es decir, porque no ataca el aspecto financiero que les permite a esos organismos manejar grandes fortunas, mucha de las cuales sirven para corromper a los responsables de la justicia? Sencillo: muchos narcotraficantes están siendo soporte para la economía del país y eso hace que mantengan relación en el más alto nivel de la política de México. Por eso decía líneas arriba de que los cárteles de las drogas mantienen una relación soterrada con sectores que conducen el Estado mexicano, pues si no fuera así, hace mucho que los narcotraficantes fueran parte del archivo muerto. Pero no. Por lo tanto, opino que la lucha a favor o contra las drogas es una lucha por el poder político en México. No es una exclusiva cuestión de educación de salud, de legalidad o de economía, auque sean estas las formas básicas que presenta dicha lucha. Volveremos.

El correo que nunca tuvo respuesta.

31 de julio 2010.
Amigos:

Les mando esta reseña de LA NOVELA CAMARADAS DE RUBEN SALAZAR MALLEN (1905-1986) ESCRITOR NACIDO EN COATZACOALCOS. EN DICHA NOVELA ESTÁ UN RETRATO HABLADO DE LOS VIEJOS COMUNISTAS/COCEISTAS Y "ROBOLUCIONARIOS" PERREDISTAS DE AHORA. CONSIGANLA Y LEANLA CON SENTIDO CRITICO, PORQUE SI LA HUBIERAN LEIDO EN LOS AÑOS SETENTA Y OCHENTA DEL SIGLO PASADO, LO MAS SEGURO ES QUE HUBIERAN DICHO: "REACCIONARIA", "LAMEHUEVOS DEL CAPITALISMO", vayan ustedes a saber qué . En aquellos años o eras de izquierda (MARXISTA LENINISTA O TROSKISTA) o eras de derecha (TRIPLE A, MURO O SIMPLE PORRO DE LA UNIVERSIDAD). Ahora puedes ser panperroconfundido, perremaniaco, verdehalagotricolor, o simplemente PUP. (PARTIDARIO DEL PARTIDO UNICO DE PENDEJOS).
Me parece que Rubén Salazar Mallén, independiente de sus bandazos políticos, fue izquierdoso comunista, fascista arrepentido, y esto último le valió para que no alcanzara la fama internacional que tuvo Octavio Paz, que también fue militante de izquierda en sus años mozos, antifranquista, pero no nunca declarado fascista abiertamente. Error de Salazar Mallén, pero acierto para los ojos contemporáneos por haberse adelantado a lo que iba a pasar con muchas izquierdas del mundo: ser moderno es aprender a convivir con el enemigo, y si se puede, taparse con la misma sábana y dormir en la misma cama. Al fin y al cabo la bandera es sólo un trapo con un símbolo, que nada dice en esta época de la globalización paranoica.

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jueves, 27 de mayo de 2010

MAÑANA QUE NO ESTÉ




samuel Pérez García


Julio del año 2008



1



Junto al calor del sol
Bajo el almendro de tus ojos
En la misma punta del recuerdo
Estaré como si esperara
Tu abrazo quinceañero,
Tu querencia espolvoreada
En el hueco de mis manos
Estaré como si no estuviera
Mañana que no esté.




2


Andaré por tu memoria
Vestiré la misma camisa
Del último cumpleaños.
Con el alba de cada mes
Te hablaré con el silencio
Que tus ojos me enseñaron
Aquella mañana de siempre
Que nunca se me ha olvidado:
Estabas insomne y llorosa
Frente a la puerta esperando
Soñando que no soñabas
El dolor que te causaba
El hombre de tus reclamos.


3



Para quererte me bastan las ganas
De saberte conmigo amada
Te decía alguna vez
En alguna frase olvidada
Porque a pesar del reclamo
Mía tú te sabías
Bajo la luz de la luna
Sobre el portal de tus ojos
Y las ganas del alma mía.


4



En el último verano
La luna miramos ponerse
Aroma de muchas flores
Vestida de plata fina
Y un vestido tan largo
Para la noche sencilla,
Que se nos fue de las manos;
Por no atender los reclamos
Del amor que nos nacía
Hace muchísimos años.


5



Oiré música de piano
Leeré cartas de muchos años
Soñaré que tengo otro nombre
Caluroso como el verano
Y andaré las madrugadas
En busca de otro cuerpo
Que me reciba el cariño
Que otras me lo negaron.




6


Tal vez no encuentre nada
Ni una sonrisa ni abrazo
Acaso ni una mano
Se me extienda como antaño
Cuando mi novia eras
Y te llevaba de la mano
Por las calles de colgantes
Faroles que alumbraban
Los besos que tú me dabas
Febril y enamorada
Tu cara de quince años.


7


En mi corazón
Tú eres la espina
Que me sangra.
Me avasalla, me entristece
Me revuelca de dolor
O me llena de esperanza.



AFORISMOS DE AMOR

Para mis amores de Juchitán, Huetamo y Coatza.

1

Algún día la lluvia
Serán tus lágrimas
Y mi aliento el sol
Que te las seque.

2


Mientras la lluvia lava
Todos los recuerdos
El tuyo permanece.


3

Arriba de mí, la luna;
En mi pensamiento, tú.

4

Si la luna brilla,
Mi corazón también;
La luna lo hace por el sol;
Mi corazón por ti.



5

Si un día te vas
Serán largos los sauces
Verde la eternidad
De los caminos.

6

La lluvia es persistente; de igual modo tu recuerdo.


7

Sombría la edad
A los cincuenta y dos
Si tú no estás.


FICHA DE AUTOR:

Samuel Pérez García (1953) es el mismo Manuel Álvarez que un día le dio por regresar a su tierra original pero bajo otro nombre. Nació en La Blanca, municipio de Ingenio Santo Domingo, Oaxaca. Dícese poeta y escritor, enamorado de mujeres con enaguas largas y caderas pronunciadas. Soñador eterno y buscador de tesoros, que por regla general, concluyen a la puerta de un corpiño. Ha escrito libros que ya no vale la pena recordar ni premios que atestigüen nada. Pero hay dos que sí: Bandera en el corazón (2003), Una luna sombría en otras bocas (2002). Lo demás es historia como son los besos de las juchitecas que hoy también ya me olvidaron. Y no hay posibilidad de recuperación alguna, pese a las ganas.





miércoles, 24 de marzo de 2010



Relatos de Samuel Pérez García


María Esther Mandujano García.




De todas las mujeres (Ediciones Cultura de VeracruZ, 2010), me hizo recordar las grandes heroínas del amor romántico. Mujeres maravillosas que vivieron con intensidad la extraordinaria experiencia del amor. De distintas maneras, de acuerdo con su historia personal, con su contexto, con su libido y su temperamento, con el color de su pasión. Todas ellas entregadas al amor para purificar sus vidas, aún a costa de la vida, pagando los altos precios con que las sociedades misóginas han condenan la honestidad del alma, el valor de vivir en el alto precepto, de respetar las elecciones del alma.
Me hizo recordar a Madame Bovary, enamorada del amor que volátil nunca pudo tener entre las manos, me recordó a Ana Karenina lanzándose a los rieles de un tren, vestida de negro, enlutada por el gran amor que en una sociedad prejuiciosa e hipócrita, nunca se pudo realizar. Me recordó a Lara esperando en medio de la nieve, el frío y la soledad, el cálido abrazo de Zhivago, unos minutos quizá, unos instantes por los que vale la pena vivir una odisea de dolor y amargura; me recordó a la bella Tatiana rechazando el amor moribundo de Oneguin, en consecuencia del juramento que ella le hizo cuando él no la amaba todavía, de que jamás traicionaría su palabra de lealtad ni siquiera por amor. De Catherine de Cumbres borrascosas, de Marie Duplessis, La dama de las Camelias, de Clara Trueba de La casa de los espíritus, y de tantas mujeres extraordinarias que en su práctica del amor o en su búsqueda, son capaces de los hechos más bellos, poéticos y extraordinarios.
En una primera hojeada, De todas las mujeres pudiera pensarse que es un conjunto de historias breves sobre las conquistas amorosas de Milingo, el personaje central masculino, o más aun, habrá quien pudiese creer que De todas las mujeres es una compilación poéticas de las experiencias y recuerdos amorosos del autor. Pero no. Va mucho más allá.
Una pluma sensible y profundamente emotiva que excava en el alma de sus personajes; Una pluma que pretende deshojar los pétalos del alma femenina para encontrar su esencia. Lo que siente, lo que piensa, lo que hace vibrar su carne en el momento exacto del amor, cuando su alma y su piel tiemblan conectadas al cosmos y ya no hay pensamiento, ni sensatez, ni dolor ni alegría, simplemente la magia de existir, vibrantes con el poder de la creación, de lo eterno. No es en vano que sólo en este instante podamos multiplicarnos, duplicar nuestra fe. El amor nos redime, nos purifica, nos descubre.
Una pluma inteligente, que conoce el oficio de escribir, que es capaz de expresar lo que piensa. Llevarnos y traernos por las emociones mas insanas, como Virgilio en el infierno, que nos muestra sin miramientos, la pasión, el odio, los celos, la autocompasión, la codependencia, la depresión, la violencia, y nos la planta en frente sin misericordia, desnuda, horrorosa tal y como son esos sentimientos que nos acompañan, y que en un país como el nuestro, se multiplican, nos invaden por todos los costados y pretenden ser parte de nuestra cotidianidad, y lo son. El autor nos los muestra, escritor de su tiempo, para que no sigamos fingiendo la ceguera; y no dudo que al leer sus historias haya quien se diga así mismo, en acto puro de negación sicológica, que esas historias son las historias de los otros.
Una pluma culta, que conoce y ha leído a grandes escritores latinoamericanos y de otros continentes, que se ha nutrido y ha educado su sensibilidad poética en grandes maestros, que ha dirigido su vocación valiente hacia un oficio que no da de comer al cuerpo, que de sobra da al alma, a la conciencia de hombre, al compromiso de ser testigo de su tiempo, de dejar plasmada la historia común, en sus textos.
Nuestra realidad femenina no ha cambiado mucho desde mediados del XIX cuando Flaubert escribe Madame Bovary, o unos años más tarde Tolstoi escribe Ana Karenina, y aunque la violencia ha radicalizado su expresión, y en los países fallidos como el nuestro, se ha involucrado en todos los ámbitos de nuestras vidas, resulta decepcionante que las mujeres no hayamos logrado escalar en tantos años, suficientes peldaños para alcanzar la liberación de nuestro espíritu; que perduren sentimientos de frustración profesional, y en muchos casos no nos atrevamos a amar con valentía o a rechazar las relaciones que nos dañan. Desde el siglo XIX, hombres sensibles y generosos expusieron parte de nuestro dolor existencial.
De todas las mujeres, me atrapó desde su primera historia, Antonia; historia veloz, apasionada, breve. Describe un triángulo amoroso que desencadena en tragedia. El paisaje huracanado del puerto subraya la huracanada pasión de Milingo. La posibilidad de ver truncado el oasis de su amor…” Le gustaba oír su voz. Mirarse en los ojos negros, acariciarle el pelo negro y dormido que caía sobre los hombros desnudos…” (p.9), Milingo y su incapacidad de aceptar la decisión de Antonia de terminar su relación. Milingo egoísta, egocéntrico, de una inmadurez emocional que lo lleva a convertirse en un criminal, no le da oportunidad a Antonia de decidir que hacer con sus sentimientos, con su cuerpo, con su vida. Milingo, la toma al final, para aniquilarla. Y escuda su sentimiento de abandono “… - Así que me dejas “ (p.2) y justifica su incapacidad de amarla, porque sólo se ama a sí mismo y por eso no perdona que lo dejen, se justifica con un amor asesino. El texto termina poéticamente y con añoranza, añoranza que no tuvo Antonia oportunidad de sentir: ” …El viento y la lluvia tenían el color de la tristeza esa tarde, cuando se puso a contar lo que había pasado con su amor más importante, su Antonia de todos los días como siempre la llamó, la misma por quien escribe el diario interminable” (p.13) . Silvia, describe Samuel: “… Era una mujer Otoñal, en un puerto de mar limpio y tranquilo; playero y arenoso, chiquito y redondo, donde los viejos habitantes sacaban su sillón de mimbre, y se sentaban a las puertas de sus casas a refrescarse con la brisa de la tarde…” (p. 15). Aquí me detengo, para comentar uno de los aspectos más destacados de la prosa de Samuel. Además de poéticos y nostálgicos, sus textos son referencias históricas que nos describen en ocasiones a un Coatzacoalcos, que se fue, que no es el mismo y del que quienes lo vivimos y recordamos con nostalgia, guardamos el recuerdo. Nos describe calles, ambientes, paisajes, hitos, de tal modo, que nos revive un entorno del puerto arenoso y provinciano como marco perfecto a sus historias.
Silvia, voluptuosa, hermosa, femenina, erótica, despierta en Milingo adolescente la primera pasión, puramente carnal. El deseo sensual de tocarla, de perderse en sus carnes en el deseo de poseerla” …Desde esa lejana tarde Silvia me atrajo por su manera de mover la nalgas, que era como una señal para apretarlas con las manos, de igual modo sucedía con los jugosos pechos que exhibía entre mirones impunes. Para acá y para allá bamboleaba su cuerpo, y ella sabía que así vibraban las fibras escondidas de quien las viera…” (p. 16).
Sin embargo, además del deseo de Milingo expuesto en esta historia, Silvia, mujer, lleva a cuestas el enorme dolor de la traición y el inagotable deseo de la venganza “… Silvia se acostaba con el muchacho que le gustaba, ese era su vicio desde que el marido la había abandonado por una sirvienta…” “… -Es el gusto de ella que así se venga del marido.- me contaba Pilar y a mí en cada palabra suya algo se me iba rompiendo en pedacitos, sin posibilidad alguna de recomponerse algún día…” (p. 26). Silvia murió de cáncer en el pecho, paradójicamente, pechos que otrora exhibía orgullosa entre mirones impunes, murió pronunciando el nombre de un muchacho que entre muchos fue su amor furtivo. Oculto. Su Amor imposible.
La Lupe, Naranja dulce y la mala fortuna de su amor; Marysombra marcada por la tragedia, el dolor, la violencia. El amor y el dolor son una misma expresión para ella, van juntas, amalgamadas. Así creció, así fue llenando su disco duro hasta que como y tú y como yo, sólo actuamos por la programación de nuestra historia personal, de nuestra historia familiar, de nuestra historia social. Somos sólo eso, un reflejo, un holograma, una programación. Cuando decimos es mi vida y hago con ella lo que quiero. ¿Hasta dónde, incluso la rebeldía estaba programada? Marysombra duele, porque el dolor es parte de su programación, desde que aprendió a mirar, miró el deseo revuelto con la sangre, con el dolor, con los celos y hasta con el amor. No distingue. No sabe las fronteras entre los sentimientos. ¡Ay Mary sombra¡, cuántas veces te veo multiplicada en los rostros de cientos de mujeres, que creen que el sufrimiento es un predestino. El dolor las baña todos los días sin redimirlas; el maltrato, el olvido cada día las inmoviliza. Mary sombra. Orfilia y su destino de muerte prematura, Gabriela, gamberra, prostituta, meretriz, ramera. Rosaura del ángel y su amor prohibido. Yolanda y el tedio de su vida y de su amor, Mariel y por último Valeria y su triste historia de suripanta marcada por el abuso del padre desde niña. ”… De que otro modo, digo, Valeria, que la mejor puta fuiste tú…” (p. 91).
Doce historias de mujeres. No son los amoríos de Milingo, ni las tragedias de sus vidas, son los pedazos de historias que conforman la sociedad en que vivimos, los trocitos de vida que nos conforman como individuos, familias, y sociedad. No faltará quien se asuste, quien finja asombro, quien niegue que éste es el entorno real y palpable al que pertenecemos. El poeta, el escritor, nos pone el espejo ante los ojos, con una narrativa, vivaz, inteligente, bella, coloquial y poética, para que no finjamos demencia y como decía el amigo de un amigo cuando sacaba su retórica a dominguear: “No finjamos demencia y absoluta cretinez”. Estas historias son nuestras porque recrean nuestro amado Coatzacoalcos de una forma tan bella y tan poética; gracias por exponer la historia de tantas mujeres, de su dolor, su frustración y su tristeza a través de los amores de Milingo, como lo hicieron hombres sensibles y valientes desde el realismo del siglo XIX, H.D. Lawrence, León Tolstoi, Aleksandr Pushkin, Alejandro Dumas, y otros más. Libro excelente que refleja verdades de una sociedad que languidece en sus valores y me pregunto: ¿Qué esperamos para cambiar a la balanza de los buenos augurios, de la felicidad, del amor productivo, del respeto y de la realización? 􀀉

martes, 16 de febrero de 2010



SILVIA

Samuel Pérez García.



No hay otra forma de recordarte
Que escribiendo la historia de lo que fuimos.


De cómo fue mi relación con Silvia es lo que les voy a contar.
Ella era una mujer otoñal en un puerto de mar limpio y tranquilo; playero y arenoso como ninguno; chiquito y redondo, donde los viejos habitantes sacaban su sillón de mimbre, y se sentaban a la puerta de sus casas a refrescarse con la brisa de la tarde.
Cuando me enamoré de ella, yo era un muchacho de cabello largo y alocado por la música de rock, de Fratelos y bule bule, pero con una experiencia rudimentaria en lides de amor; en cambio Silvia, a sus años, sabía el temblor que su andar en los hombres provocaba.
La conocí en una calle aireada y silente como eran antes las calles del puerto, no como ahora, llenas de trompetas y de carros echando humo por cualquier lado. –Guapa la señora, -fue la expresión de un amigo cuando ella nos rebasó. Desde esa tarde, Silvia entró a mi vida y la abrió de par en par para dejarme su aroma de flores olorosas. Después supe que vivía en la calle Zamora, pero nunca más volví a verla sola por avenida alguna, salvo la última vez en que rechazó dialogar conmigo por eso que con ella me ocurría.
Desde esa lejana tarde, Silvia me atrajo por su manera de mover las nalgas, que era como una señal para apretarla con las manos; de igual modo sucedía con los jugosos pechos que exhibía ante mirones impunes. Para acá y para allá bamboleaba su cuerpo, y ella sabía que así vibraban las fibras escondidas de quien la viera.
Y a mí, precoz como había sido, me gustaban las mujeres de frente amplio y trasero grande, pues al verlas me provocaban la imaginación y mi hombría crecía sin remilgo alguno. Con el tiempo esa capacidad de imaginar fue decayendo, porque la práctica de tocar un cuerpo me llevó al hastío y encontré que todo es un mecanismo psicológico, que se va acabando del mismo modo como va muriendo el amor por la mujer que alguna vez se quiere. En aquellos tiempos mi experiencia era con las putas, y esas lo único que dejaban eran represiones, pues tampoco permitían lo que quisieras; ellas eran de “apúrate, que la casa pierde”. Así que con mirar a Silvia florecían esas ansias guardadas día tras día.
Ella se me fue metiendo a fuerza de verla por los entreclaros del portón de fierro de su casa; la observaba cuando andaba regando las flores del jardín en las tardes calurosas del puerto, en aquella vieja calle de Zamora, por donde hubo una escuela primaria, a donde íbamos por las niñas de sexto año. Sí, la misma donde Obdulia, después de tanto resistirse a que le llevara los libros, una tarde, sin más preámbulos dijo que sí, y yo contentísimo por su aceptación, había olvidado que la tarde anterior había fajado con una del mismo salón. Al enterarse Obdulia de lo que había hecho me negó la oportunidad de ser su novio, y adiós aceptación. Dejó de hablarme y ni siquiera el saludo contestaba. Fue cuando Silvia apareció.
Ella me gustaba de un modo diferente a las niñas de la escuela. Con éstas era el aprendizaje de Juan juvenil. Con la señora había una sensación distinta, cierta ansiedad oculta, cierto peligro que nacía porque Silvia era casada con un viejo ricachón, mucho más grande que ella, y según el decir de los amigos de aquellos tiempos, ya no paraguas con la carabina. Versión que la propia Silvia desmintió después. Con ella no, pero con la querida sí.
El mecanismo para empezar mi relación con Silvia fueron los preparativos de la fiesta de cumpleaños de una de sus hijas. Ella quería chambelanes para su quinceañera y los reclutó de mis amigos de la calle Zamora, eso me permitió entrar a la casa a mirar los ensayos. Pero no fue fácil establecer con ella un diálogo. Sus ojos no miraban a ningún lado, salvo a los muchachos que ensayaban los pasos de baile. Entonces pensé en buscar un puente entre la señora y yo. Ese puente fue Pilar, su sirvienta. A Pilar le caí bien y pronto entramos en confianza, lo cual me permitió preguntar algunos datos sobre Silvia: qué cuántos años tenía, qué cuándo era su cumpleaños, qué canciones le gustaba y todo aquello que me orientara por dónde abrirle el corazón, cerrado para mí pero abierto para otros de mi edad, según me enteré cuando mi relación con ella se había truncado.
– ¿Te gusta la seño? –me preguntó Pilar una tarde que platicamos sentados junto al portón de la casa. Y yo que ni tanto, que era un simple decir. Pilar era como de treinta años, muy abierta en su trato, con menos recato que la señora. En cada frase suya se mostraba un tono vulgar pero sincero, sin ocultamiento, sin ese doble sentido que a veces tienen las mujeres. Las pláticas con Pilar terminaban siempre con el nombre de Silvia en la boca, al grado que ella se iba con la sonrisa pícara de lo que me pasaba. Ese era mi juego, que ella sirviera de correo pero sin que yo se lo pidiera. Y me funcionó. Una tarde, sin aviso previo y sin haberle dicho que me consiguiera cita, Pilar me informó que la señora me esperaba a las nueve de la noche junto al portón de la casa.
– ¿Qué deseas saber de mí, Milingo? – me preguntó Silvia frente al enrejado. Vestía una bata roja, que adrede o sin querer, dejaba traslucir las ubres por las que yo sufría. Con una mano en la cintura y con la otra sosteniendo un cigarro que fumaba, Silvia me mantenía la mirada fija. En la penumbra, porque en aquellos tiempos, era escasa la luz en las calles, distinguía la blancura de su piel y el brillo de sus ojos negros. Miraba sus labios gruesos e imaginaba la sabrosura de sus besos. Cuando bajaba la vista me encontraba con sus pechos, y la suponía feliz cuando los hombres se los chuleaban.
–Lo que quieras saber de mí, pregúntamelo, Milingo –acotó con naturalidad, como si me abriera su puerta interior para fisgonear lo que había adentro. Esa forma suya de tratarme, me dio ánimos para una charla, que no llegaba fácil por la timidez que hoy todavía exhibo cuando estoy frente a una mujer bonita.
La calle estaba solitaria, calurosa. En aquella época Roberto Carlos era el cantor de moda y tenía una canción que se titulaba “Señora”, y que a mí personalmente me gustaba. De repente la canción se dejó oír de algún radio cercano y me sirvió mucho para la charla.
Sí, usted bien sabe/Que aquí es su lugar/Que sin usted consigo apenas entender/Que su ausencia hace a la noche prolongar/Si, hay tantas cosas que le tengo que contar /Cuando se calme el deseo y la pasión/Preciso de Usted para vivir…
– ¿Le gusta? –pregunté para salir de la presión que imponía su mirada.
–Es bonita –dijo- y soltó una bocanada de humo, haciendo alarde de una seguridad que la transfiguraba, y a mí me impedía articular algún pretexto sobre el acercamiento propuesto: entrar a su corazón y arrasarlo para ser solamente su único muchacho.
–Lo es… más usted –me atreví en un lance tan natural que pasado los años vuelve a sorprenderme cada vez que lo recuerdo. Porque en esa relación yo no fui el conquistador sino el conquistado. Pues aún no sabía que en este tipo de relación humana, es la mujer quien profiere la última palabra, y la dice cuándo ha decidido: esto es lo que quiero, entonces los hombres caemos en la cuenta de doblegarlas, sin embargo son ellas quienes imponen su criterio, hasta en la relación sexual: los que se hincan son los hombres, mientras que las mujeres nos esperan de frente y acostadas. Si bien después cambian los papeles, al inicio son ellas las de la voz cantante.
En respuesta Silvia me clavó la mirada. Pensé lo peor, pero no fue así. En lugar de eso, su voz se volvió dulce cuando dijo:
– ¿Gustas un trago? –fue lo que me preguntó en aquella noche de agigantada soledad, porteña y calurosa como ninguna. Recuerdo que musité un bueno, de tan leve que pareció un susurro de viento; nervioso frente a su boca de labios carnosos y rojos, brillando en la pálida luz de un foco. Enseguida dio la media vuelta, y fue cuando mis ojos se solazaron con su andar provocativo y las curvas que dejaba traslucir sobre la bata. Si algo sabía Silvia, era mover su cuerpo al gusto de quien lo mirara, porque ni para negarlo, conocía cuáles eran sus mejores atributos.
–Sígueme, -ordenó.
Atrás de la casa había un cuartito donde ingresamos. Había una cama y una silla colocada junto a la pared. Silvia se sentó en el borde de la cama, mientras que yo me coloque en la silla, ubicado frente a ella. Luego llamó a Pilar y le ordenó servir dos tragos. La plática –improvisada- versó sobre mis ocupaciones de estudiante en el tercero de preparatoria; nada importante como esos pechos que me absorbían la atención y la memoria. Ahora sus ojos no me interesaban, sino ese busto prisionero que reclamaba salir de su cárcel de tela. Estaban tan a la mano que no sabía qué hacer. Pero era más mi timidez que el arrojo, lo que me embargaba. Y Sudaba. Y mientras la mujer parecía sonreír en sus adentros por haber pescado bueno, a mí me daba la sensación de aparecer y desaparecer siempre en el mismo lugar, girando en vueltas incesantes como un tiovivo imparable. El silencio era el único reino posible ante la parálisis de la lengua y el corazón. Sus ojos sobre mí, sus labios brillantes en la tenue luz de ese cuarto de una sola cama. No sé cuando, pero estiré una mano, que en lugar de avanzar hacia sus pechos se desvío hacia una mejilla. Temblaba y sentía que el corazón me palpitaba atrabancado. Al contacto, sentí la tersura de su piel. No hubo pregunta alguna, ni queja; era como si me diera ánimo para atreverme a más que esa tímida caricia, aprendida en los bailes de la terraza de la ganadera de la calle Juárez y Carranza, cuando lo regenteaba el viejo chino Siu, quien alternaba su vida con restaurantes y periodismo. Los muchachos de aquellos años setenta, íbamos todos los sábados a la tocada o a bailar con la rocola y cuando no, volteábamos al Club de Leones hasta que todo se derrumbó con el paso de los años y nos fuimos haciendo hombres y separándonos para hacer vida aparte, cada uno en su pedazo personal y sin más nexo que lo reunido en una crónica ya difusa del viejo Puerto México.
Sucedió entonces que ella detuvo mi mano y se la llevó a uno de sus pechos. La metió entre la bata. Y me sonrió como para decirme, “No tengas miedo, Milingo”. Fue cuando la besé y conocí la frescura de su boca. Dueño de la situación sentí la redondez de los senos enormes al salirse del sostén. Eran dos melones blancos, rosados y tibios, rendidos ante mis dedos nerviosos y ante mi boca con lumbre. En eso estaba cuando Pilar tocó la puerta para ofrecernos los tragos preparados. Y se retiró.
Tomamos la bebida, mirándonos solamente. Intercalando a veces retazos de historias de cada quien. También un beso aquí y otro allá. Al terminar la primera copa, pidió otra para cada quien. Tal vez haya sido el licor o la confianza que me dio, que empecé a sentirme bien, dispuesto a meterme no solamente en su cuerpo sino en su corazón, porque Silvia, aparte de las putas que a veces frecuentaba, se convertía a partir de esa noche en mi primera victoria amorosa, crónica que fue anotada en la libreta de mis conquistas que después se acumularon, pero es esta, ahora cuando los años ya pasaron, la que todavía recuerdo con todos sus detalles.
–Espera –me dijo al retirarme las manos. Y se fue dejándome en el cuarto. En tanto Pilar regresó con las copas y me miraba pícaramente como si ya supiera desde mucho antes lo que seguía. Cuando Silvia regresó me condujo a su recamara. Entonces regresamos al abrazo y a la respiración profunda y agitada. Esa noche estrené a Silvia en la única posición que apenas conocía: la horizontal, y para comprobar eso que otros me habían contado saboreé sus otros labios, que me supieron a camarón mareño con dos o tres pelos pegados a mi lengua, mientras ella, acalorada, suspiraba tal vez por ese marido que se le había ido con la sirvienta, o quizá buscaba ese amor perdido en mis ojos encendidos de muchacho. Gallo como era en aquellos tiempos, Silvia me hizo repetir dos veces el mismo papel de amante nocturno en esa noche y otras que resultaron inolvidables. Después de la primera vino el conocimiento de su historia personal. Fue cuando supe lo que pasó entre ella y el marido. Ahora guardaban las apariencias de un matrimonio bien avenido. Entrar a su intimidad me hizo creer que entre ella y yo había algo más que la pasión natural de una mujer otoñal y un muchacho de dieciocho años. Imaginé una relación amorosa en cuyo centro estábamos los dos. Así fue como la señora se me fue metiendo por el cuerpo y en todo el pensamiento. Enamorado como estaba, no pude guardar la discreción que ella reclamaba. Ahora le hablaba por teléfono e iba más asiduamente a su casa, y cuando no la podía ver, me conformaba con mirar la luz prendida de su cuarto. Pero si no había nada de eso, entonces la desesperación me crecía con tal fuerza, y no me calmaba hasta no verla. Fue cuando esa canción de Roberto Carlos se convirtió en parte de mi vida.
El frío entro en el cuarto que fue suyo y mío/ por la ventana abierta donde yo miré/ en la espera inútil más usted no apareció/ usted ya me olvidó / y yo no veo como hacerle a usted hoy recordar/ las tantas veces que le oí decir/ que yo era todo para usted…
Un día le dije:
–Te voy a traer serenata y te voy a cantar la canción de Roberto Carlos.
–No te atrevas –me detuvo terminante. Pero no estaba ya en condiciones de oír sus quejas ni de parar mi corazón desbocado, y una noche, después de unas cervezas, fui con dos amigos que sabían tocar y cantar y llevé la serenata. Le cantaron /Usted es la culpable/ de todos mis quebrantos/ de todas mis angustias/ Usted llenó mi vida/ de dulces inquietudes/ de los “Tres diamantes” y “Señora”, la canción de Roberto Carlos, pero para despistar, a las hijas también le cantaron esa de Joan Manuel Serrat que decía Ese con quien sueña su hija/ ese ladrón que os desvalija de su amor /soy yo señora. Por eso al otro día las hijas pregonaron que la serenata había sido para ellas, aunque no sabían a quien en especial ni quién había sido el autor. Pero aunque Silvia sí lo sabía, su reacción fue desconcertante, pues comenzó a manifestar indiferencia ante mis reclamos. Cuando llegaba a los ensayos acompañando a mis amigos, me eludía observando los pasos de baile de los chambelanes con sus parejas. Cuando mis ojos la encontraban, ella volteaba a ver para otro lado. Usaba el teléfono, pero Pilar respondía con la consigna de que la señora no estaba. Entonces comencé a desesperarme, a mirar aridez donde había vergel, a sentir en la carne una herida profunda de amor temprano que no sabía cómo resolver. En aquellos tiempos sentía que ese sufrimiento amoroso era muy mío y era tan único que nadie me podía ayudar, salvo que Silvia abriera las puertas cerradas de su corazón. Pero lo cerró a ladrillo y cemento, que ya nunca volví a platicar con ella, pese a mis esperas furtivas desde la esquina de la casa. Cuando la divisaba en el portón, iba a su encuentro, pero cuando ella se daba cuenta se metía. Me esquivaba a propósito. Así había sido hasta que una tarde la encontré sola fisgoneando en un aparador del centro.
– ¿Puedo hablar contigo? –le dije con una voz apenas audible, débil, nerviosa. Ella se chupó los labios. Me miró.
– ¿Dónde?
Enfrente de donde la había encontrado estaba El Volare. Un restaurante de la tercera calle de Juárez, ubicado en la segunda planta de un edificio. Así que subimos a tomarnos un café. Ahí en la terraza del restaurant, frente a una taza de capuchino supe la verdad, que en ese entonces la sentí como un filoso puñal abriéndome en canal.
– ¡Sábelo, Milingo, no te quiero, nunca te quise!
Fue lo que me dijo, después de mi declaración de amor. Sentí tan duras sus palabras que hasta un sabor amargo en la boca me causó. De pronto me sentí habitante de un inhóspito paraje. Solo, triste y abandonado. Recuerdo que esa vez Clayderman tocaba Balada para Adelina, cuando ella –sin importar cuán herido me sentía por su desprecio-, se paró y me dejó con la mirada puesta en los paseantes y mirones de aparadores, que esa tarde llenaban las aceras de la calle. Ahí me quedé mucho rato tratando de entender qué era lo que había pasado entre Silvia y yo. Cuando ella cruzaba la calle miré el río de gente que con pasos rápidos o lentos iba y venía, también imaginé que en las caras amorfas de esos transeúntes se pintaba todo el color de mi tristeza.
Metido en esa crisis amorosa un día me encontré a Pilar que iba al cine, y se me ocurrió acompañarla. Entramos al cine Puerto. Sin saber lo que sobrevendría, nos sentamos en una fila de la segunda planta, bastante atrás. Lógicamente –herido como andaba y solitario- no vi la película teniéndola tan a la mano. Pero ahí no había más gusto que el matar la soledad a palos y no un aposento de la delicia y el remanso que Silvia era capaz de darme. Tan destruido andaba que no veía quien me la hizo sino quien me la pagaba. La sorpresa vino en el intermedio. Silvia estaba en la fila de adelante acompañada de un muchacho desconocido. Hubiera querido hacerme invisible, pero mi ruego no funcionó. Ella volteó y nos encontramos frente a frente. Cuando Silvia nos vio clavó en ambos una mirada fulminante, que luego pasó a la indiferencia: se rió con su acompañante y lo abrazó más.
Al salir del cine no hubo más que concluir lo que durante la película habíamos empezado. Y nos fuimos a un hotelito de la calle Malpica. Ahí, tristón y desganado, le hice el amor a Pilar, pero fue una acción más por salirle al paso que por deseo. Ni ella ni yo imaginamos la verdadera reacción que devino al siguiente día. Cuando Pilar se presentó a trabajar, Silvia la corrió sin más concesión que el tiempo justo para guardar su ropa y salir de la casa. Eso me contó ella al siguiente domingo que nos encontramos en el parque de aquella ciudad pequeña, redonda y arenosa que era Puerto México.
También me dijo algo que me marcó para siempre en ese andar con las mujeres:
–Quien sabe qué número fuiste en su lista personal, Milingo –comentó esa noche cuando el amor se me develó frustrante, porque sin saber sufría lo que antes le había hecho a otras muchachas que me habían considerado el amor de su vida, y yo, creído, les había negado la oportunidad. Silvia se acostaba con el muchacho que le gustara, ese era su vicio desde que el marido la había abandonado por una sirvienta. Esta historia del gusto personal de Silvia se corría en aquella vieja camada de amigos de la Zamora, pero no lo creía porque cuando lo supe ya estaba prendido por su corazón, y como se sabe, “corazón enamorado, pendejo corazón”.
–Es el gusto de ella, dice que así se venga del marido. –me contaba Pilar y a mí en cada palabra suya algo se me iba rompiendo en pedacitos, sin posibilidad alguna de recomponerse algún día.
– ¿A poco creíste que tú eras el único?
Cada palabra, cada frase llevaba el dardo afilado que laceraba con la cruda realidad, que en aquellos años no avizoraba porque no tenía experiencia ni malicia. Lo que me llegaba parecía limpio, bueno, sincero a morir, pero no era así. Entonces el modo como sucede va cambiando el pensar y el sentimiento, lo va moldeando para pagar después con la misma moneda, pero no a la que nos hiere sino a la que vendrá. Era cruel lo escuchado que no acertaba a decir nada. Simplemente pensaba en la herida fresca por el arañazo de ese amor primero con una señora otoñal y la cifra que fui en sus noches de soledad: el tercero, el noveno, el enésimo, el número nunca supe cuál fue. Ni tampoco si fue su cuerpo o el amor de su corazón lo que más me gustó. Eso no lo supe nunca, pero de lo que sí me enteré después es que mi relación con ella había sido tan fuerte que nunca se me fue de la memoria, y cuando recuerdo esos hechos tengo la impresión de haber ocurrido ayer y no cuando tenía dieciocho eneros cumplidos y era un muchacho de cabello largo y Puerto México tenía unas cuantas calles, dos cines, un parque con su quiosco, una Iglesia y una escuela secundaria y preparatoria, no como ahora tan lleno de carros y gente desconocida, asaltos y muertes horrendas que ya no sé cuál es la vida que me espera.
Después de ese mal episodio de mi vida me fui a Jalapa a continuar mis estudios. Pasados los años regresé de nuevo. Puerto México ya era una ciudad moderna y la calle Zamora estaba pavimentada. La casa seguía en el mismo lugar pero Silvia ya no estaba. Fue una amiga mía, que sin querer resultó pariente de ella, la que me contó otra parte de la historia personal de Silvia: Había muerto de cáncer de pecho y se había distinguido por ese gusto exclusivo por los muchachos.
–Hubo uno que por haberse enamorado de él, hasta en su muerte lo recordó –dijo mi amiga. Le pregunté el nombre, pero no pronunció el mío. Otro había ocupado el lugar al cual aspiré. Sin embargo, oír eso de Silvia me abrió las puertas del recuerdo y me motivó a escribir la historia de mi amor por ella, cuando apenas era un muchacho imberbe, cabello largo y reventonero, enamorado de mujeres como Silvia, ahí en la esquina de Zamora y Bravo en aquel lejano Puerto México, redondo y playero, lleno de dunas y nopales, chiquito y querendón como ahora, pero mejor, tal vez ahora otras Silvias ya nacieron y otros muchachos mejores repitan esta mis ma historia.