martes, 16 de febrero de 2010



SILVIA

Samuel Pérez García.



No hay otra forma de recordarte
Que escribiendo la historia de lo que fuimos.


De cómo fue mi relación con Silvia es lo que les voy a contar.
Ella era una mujer otoñal en un puerto de mar limpio y tranquilo; playero y arenoso como ninguno; chiquito y redondo, donde los viejos habitantes sacaban su sillón de mimbre, y se sentaban a la puerta de sus casas a refrescarse con la brisa de la tarde.
Cuando me enamoré de ella, yo era un muchacho de cabello largo y alocado por la música de rock, de Fratelos y bule bule, pero con una experiencia rudimentaria en lides de amor; en cambio Silvia, a sus años, sabía el temblor que su andar en los hombres provocaba.
La conocí en una calle aireada y silente como eran antes las calles del puerto, no como ahora, llenas de trompetas y de carros echando humo por cualquier lado. –Guapa la señora, -fue la expresión de un amigo cuando ella nos rebasó. Desde esa tarde, Silvia entró a mi vida y la abrió de par en par para dejarme su aroma de flores olorosas. Después supe que vivía en la calle Zamora, pero nunca más volví a verla sola por avenida alguna, salvo la última vez en que rechazó dialogar conmigo por eso que con ella me ocurría.
Desde esa lejana tarde, Silvia me atrajo por su manera de mover las nalgas, que era como una señal para apretarla con las manos; de igual modo sucedía con los jugosos pechos que exhibía ante mirones impunes. Para acá y para allá bamboleaba su cuerpo, y ella sabía que así vibraban las fibras escondidas de quien la viera.
Y a mí, precoz como había sido, me gustaban las mujeres de frente amplio y trasero grande, pues al verlas me provocaban la imaginación y mi hombría crecía sin remilgo alguno. Con el tiempo esa capacidad de imaginar fue decayendo, porque la práctica de tocar un cuerpo me llevó al hastío y encontré que todo es un mecanismo psicológico, que se va acabando del mismo modo como va muriendo el amor por la mujer que alguna vez se quiere. En aquellos tiempos mi experiencia era con las putas, y esas lo único que dejaban eran represiones, pues tampoco permitían lo que quisieras; ellas eran de “apúrate, que la casa pierde”. Así que con mirar a Silvia florecían esas ansias guardadas día tras día.
Ella se me fue metiendo a fuerza de verla por los entreclaros del portón de fierro de su casa; la observaba cuando andaba regando las flores del jardín en las tardes calurosas del puerto, en aquella vieja calle de Zamora, por donde hubo una escuela primaria, a donde íbamos por las niñas de sexto año. Sí, la misma donde Obdulia, después de tanto resistirse a que le llevara los libros, una tarde, sin más preámbulos dijo que sí, y yo contentísimo por su aceptación, había olvidado que la tarde anterior había fajado con una del mismo salón. Al enterarse Obdulia de lo que había hecho me negó la oportunidad de ser su novio, y adiós aceptación. Dejó de hablarme y ni siquiera el saludo contestaba. Fue cuando Silvia apareció.
Ella me gustaba de un modo diferente a las niñas de la escuela. Con éstas era el aprendizaje de Juan juvenil. Con la señora había una sensación distinta, cierta ansiedad oculta, cierto peligro que nacía porque Silvia era casada con un viejo ricachón, mucho más grande que ella, y según el decir de los amigos de aquellos tiempos, ya no paraguas con la carabina. Versión que la propia Silvia desmintió después. Con ella no, pero con la querida sí.
El mecanismo para empezar mi relación con Silvia fueron los preparativos de la fiesta de cumpleaños de una de sus hijas. Ella quería chambelanes para su quinceañera y los reclutó de mis amigos de la calle Zamora, eso me permitió entrar a la casa a mirar los ensayos. Pero no fue fácil establecer con ella un diálogo. Sus ojos no miraban a ningún lado, salvo a los muchachos que ensayaban los pasos de baile. Entonces pensé en buscar un puente entre la señora y yo. Ese puente fue Pilar, su sirvienta. A Pilar le caí bien y pronto entramos en confianza, lo cual me permitió preguntar algunos datos sobre Silvia: qué cuántos años tenía, qué cuándo era su cumpleaños, qué canciones le gustaba y todo aquello que me orientara por dónde abrirle el corazón, cerrado para mí pero abierto para otros de mi edad, según me enteré cuando mi relación con ella se había truncado.
– ¿Te gusta la seño? –me preguntó Pilar una tarde que platicamos sentados junto al portón de la casa. Y yo que ni tanto, que era un simple decir. Pilar era como de treinta años, muy abierta en su trato, con menos recato que la señora. En cada frase suya se mostraba un tono vulgar pero sincero, sin ocultamiento, sin ese doble sentido que a veces tienen las mujeres. Las pláticas con Pilar terminaban siempre con el nombre de Silvia en la boca, al grado que ella se iba con la sonrisa pícara de lo que me pasaba. Ese era mi juego, que ella sirviera de correo pero sin que yo se lo pidiera. Y me funcionó. Una tarde, sin aviso previo y sin haberle dicho que me consiguiera cita, Pilar me informó que la señora me esperaba a las nueve de la noche junto al portón de la casa.
– ¿Qué deseas saber de mí, Milingo? – me preguntó Silvia frente al enrejado. Vestía una bata roja, que adrede o sin querer, dejaba traslucir las ubres por las que yo sufría. Con una mano en la cintura y con la otra sosteniendo un cigarro que fumaba, Silvia me mantenía la mirada fija. En la penumbra, porque en aquellos tiempos, era escasa la luz en las calles, distinguía la blancura de su piel y el brillo de sus ojos negros. Miraba sus labios gruesos e imaginaba la sabrosura de sus besos. Cuando bajaba la vista me encontraba con sus pechos, y la suponía feliz cuando los hombres se los chuleaban.
–Lo que quieras saber de mí, pregúntamelo, Milingo –acotó con naturalidad, como si me abriera su puerta interior para fisgonear lo que había adentro. Esa forma suya de tratarme, me dio ánimos para una charla, que no llegaba fácil por la timidez que hoy todavía exhibo cuando estoy frente a una mujer bonita.
La calle estaba solitaria, calurosa. En aquella época Roberto Carlos era el cantor de moda y tenía una canción que se titulaba “Señora”, y que a mí personalmente me gustaba. De repente la canción se dejó oír de algún radio cercano y me sirvió mucho para la charla.
Sí, usted bien sabe/Que aquí es su lugar/Que sin usted consigo apenas entender/Que su ausencia hace a la noche prolongar/Si, hay tantas cosas que le tengo que contar /Cuando se calme el deseo y la pasión/Preciso de Usted para vivir…
– ¿Le gusta? –pregunté para salir de la presión que imponía su mirada.
–Es bonita –dijo- y soltó una bocanada de humo, haciendo alarde de una seguridad que la transfiguraba, y a mí me impedía articular algún pretexto sobre el acercamiento propuesto: entrar a su corazón y arrasarlo para ser solamente su único muchacho.
–Lo es… más usted –me atreví en un lance tan natural que pasado los años vuelve a sorprenderme cada vez que lo recuerdo. Porque en esa relación yo no fui el conquistador sino el conquistado. Pues aún no sabía que en este tipo de relación humana, es la mujer quien profiere la última palabra, y la dice cuándo ha decidido: esto es lo que quiero, entonces los hombres caemos en la cuenta de doblegarlas, sin embargo son ellas quienes imponen su criterio, hasta en la relación sexual: los que se hincan son los hombres, mientras que las mujeres nos esperan de frente y acostadas. Si bien después cambian los papeles, al inicio son ellas las de la voz cantante.
En respuesta Silvia me clavó la mirada. Pensé lo peor, pero no fue así. En lugar de eso, su voz se volvió dulce cuando dijo:
– ¿Gustas un trago? –fue lo que me preguntó en aquella noche de agigantada soledad, porteña y calurosa como ninguna. Recuerdo que musité un bueno, de tan leve que pareció un susurro de viento; nervioso frente a su boca de labios carnosos y rojos, brillando en la pálida luz de un foco. Enseguida dio la media vuelta, y fue cuando mis ojos se solazaron con su andar provocativo y las curvas que dejaba traslucir sobre la bata. Si algo sabía Silvia, era mover su cuerpo al gusto de quien lo mirara, porque ni para negarlo, conocía cuáles eran sus mejores atributos.
–Sígueme, -ordenó.
Atrás de la casa había un cuartito donde ingresamos. Había una cama y una silla colocada junto a la pared. Silvia se sentó en el borde de la cama, mientras que yo me coloque en la silla, ubicado frente a ella. Luego llamó a Pilar y le ordenó servir dos tragos. La plática –improvisada- versó sobre mis ocupaciones de estudiante en el tercero de preparatoria; nada importante como esos pechos que me absorbían la atención y la memoria. Ahora sus ojos no me interesaban, sino ese busto prisionero que reclamaba salir de su cárcel de tela. Estaban tan a la mano que no sabía qué hacer. Pero era más mi timidez que el arrojo, lo que me embargaba. Y Sudaba. Y mientras la mujer parecía sonreír en sus adentros por haber pescado bueno, a mí me daba la sensación de aparecer y desaparecer siempre en el mismo lugar, girando en vueltas incesantes como un tiovivo imparable. El silencio era el único reino posible ante la parálisis de la lengua y el corazón. Sus ojos sobre mí, sus labios brillantes en la tenue luz de ese cuarto de una sola cama. No sé cuando, pero estiré una mano, que en lugar de avanzar hacia sus pechos se desvío hacia una mejilla. Temblaba y sentía que el corazón me palpitaba atrabancado. Al contacto, sentí la tersura de su piel. No hubo pregunta alguna, ni queja; era como si me diera ánimo para atreverme a más que esa tímida caricia, aprendida en los bailes de la terraza de la ganadera de la calle Juárez y Carranza, cuando lo regenteaba el viejo chino Siu, quien alternaba su vida con restaurantes y periodismo. Los muchachos de aquellos años setenta, íbamos todos los sábados a la tocada o a bailar con la rocola y cuando no, volteábamos al Club de Leones hasta que todo se derrumbó con el paso de los años y nos fuimos haciendo hombres y separándonos para hacer vida aparte, cada uno en su pedazo personal y sin más nexo que lo reunido en una crónica ya difusa del viejo Puerto México.
Sucedió entonces que ella detuvo mi mano y se la llevó a uno de sus pechos. La metió entre la bata. Y me sonrió como para decirme, “No tengas miedo, Milingo”. Fue cuando la besé y conocí la frescura de su boca. Dueño de la situación sentí la redondez de los senos enormes al salirse del sostén. Eran dos melones blancos, rosados y tibios, rendidos ante mis dedos nerviosos y ante mi boca con lumbre. En eso estaba cuando Pilar tocó la puerta para ofrecernos los tragos preparados. Y se retiró.
Tomamos la bebida, mirándonos solamente. Intercalando a veces retazos de historias de cada quien. También un beso aquí y otro allá. Al terminar la primera copa, pidió otra para cada quien. Tal vez haya sido el licor o la confianza que me dio, que empecé a sentirme bien, dispuesto a meterme no solamente en su cuerpo sino en su corazón, porque Silvia, aparte de las putas que a veces frecuentaba, se convertía a partir de esa noche en mi primera victoria amorosa, crónica que fue anotada en la libreta de mis conquistas que después se acumularon, pero es esta, ahora cuando los años ya pasaron, la que todavía recuerdo con todos sus detalles.
–Espera –me dijo al retirarme las manos. Y se fue dejándome en el cuarto. En tanto Pilar regresó con las copas y me miraba pícaramente como si ya supiera desde mucho antes lo que seguía. Cuando Silvia regresó me condujo a su recamara. Entonces regresamos al abrazo y a la respiración profunda y agitada. Esa noche estrené a Silvia en la única posición que apenas conocía: la horizontal, y para comprobar eso que otros me habían contado saboreé sus otros labios, que me supieron a camarón mareño con dos o tres pelos pegados a mi lengua, mientras ella, acalorada, suspiraba tal vez por ese marido que se le había ido con la sirvienta, o quizá buscaba ese amor perdido en mis ojos encendidos de muchacho. Gallo como era en aquellos tiempos, Silvia me hizo repetir dos veces el mismo papel de amante nocturno en esa noche y otras que resultaron inolvidables. Después de la primera vino el conocimiento de su historia personal. Fue cuando supe lo que pasó entre ella y el marido. Ahora guardaban las apariencias de un matrimonio bien avenido. Entrar a su intimidad me hizo creer que entre ella y yo había algo más que la pasión natural de una mujer otoñal y un muchacho de dieciocho años. Imaginé una relación amorosa en cuyo centro estábamos los dos. Así fue como la señora se me fue metiendo por el cuerpo y en todo el pensamiento. Enamorado como estaba, no pude guardar la discreción que ella reclamaba. Ahora le hablaba por teléfono e iba más asiduamente a su casa, y cuando no la podía ver, me conformaba con mirar la luz prendida de su cuarto. Pero si no había nada de eso, entonces la desesperación me crecía con tal fuerza, y no me calmaba hasta no verla. Fue cuando esa canción de Roberto Carlos se convirtió en parte de mi vida.
El frío entro en el cuarto que fue suyo y mío/ por la ventana abierta donde yo miré/ en la espera inútil más usted no apareció/ usted ya me olvidó / y yo no veo como hacerle a usted hoy recordar/ las tantas veces que le oí decir/ que yo era todo para usted…
Un día le dije:
–Te voy a traer serenata y te voy a cantar la canción de Roberto Carlos.
–No te atrevas –me detuvo terminante. Pero no estaba ya en condiciones de oír sus quejas ni de parar mi corazón desbocado, y una noche, después de unas cervezas, fui con dos amigos que sabían tocar y cantar y llevé la serenata. Le cantaron /Usted es la culpable/ de todos mis quebrantos/ de todas mis angustias/ Usted llenó mi vida/ de dulces inquietudes/ de los “Tres diamantes” y “Señora”, la canción de Roberto Carlos, pero para despistar, a las hijas también le cantaron esa de Joan Manuel Serrat que decía Ese con quien sueña su hija/ ese ladrón que os desvalija de su amor /soy yo señora. Por eso al otro día las hijas pregonaron que la serenata había sido para ellas, aunque no sabían a quien en especial ni quién había sido el autor. Pero aunque Silvia sí lo sabía, su reacción fue desconcertante, pues comenzó a manifestar indiferencia ante mis reclamos. Cuando llegaba a los ensayos acompañando a mis amigos, me eludía observando los pasos de baile de los chambelanes con sus parejas. Cuando mis ojos la encontraban, ella volteaba a ver para otro lado. Usaba el teléfono, pero Pilar respondía con la consigna de que la señora no estaba. Entonces comencé a desesperarme, a mirar aridez donde había vergel, a sentir en la carne una herida profunda de amor temprano que no sabía cómo resolver. En aquellos tiempos sentía que ese sufrimiento amoroso era muy mío y era tan único que nadie me podía ayudar, salvo que Silvia abriera las puertas cerradas de su corazón. Pero lo cerró a ladrillo y cemento, que ya nunca volví a platicar con ella, pese a mis esperas furtivas desde la esquina de la casa. Cuando la divisaba en el portón, iba a su encuentro, pero cuando ella se daba cuenta se metía. Me esquivaba a propósito. Así había sido hasta que una tarde la encontré sola fisgoneando en un aparador del centro.
– ¿Puedo hablar contigo? –le dije con una voz apenas audible, débil, nerviosa. Ella se chupó los labios. Me miró.
– ¿Dónde?
Enfrente de donde la había encontrado estaba El Volare. Un restaurante de la tercera calle de Juárez, ubicado en la segunda planta de un edificio. Así que subimos a tomarnos un café. Ahí en la terraza del restaurant, frente a una taza de capuchino supe la verdad, que en ese entonces la sentí como un filoso puñal abriéndome en canal.
– ¡Sábelo, Milingo, no te quiero, nunca te quise!
Fue lo que me dijo, después de mi declaración de amor. Sentí tan duras sus palabras que hasta un sabor amargo en la boca me causó. De pronto me sentí habitante de un inhóspito paraje. Solo, triste y abandonado. Recuerdo que esa vez Clayderman tocaba Balada para Adelina, cuando ella –sin importar cuán herido me sentía por su desprecio-, se paró y me dejó con la mirada puesta en los paseantes y mirones de aparadores, que esa tarde llenaban las aceras de la calle. Ahí me quedé mucho rato tratando de entender qué era lo que había pasado entre Silvia y yo. Cuando ella cruzaba la calle miré el río de gente que con pasos rápidos o lentos iba y venía, también imaginé que en las caras amorfas de esos transeúntes se pintaba todo el color de mi tristeza.
Metido en esa crisis amorosa un día me encontré a Pilar que iba al cine, y se me ocurrió acompañarla. Entramos al cine Puerto. Sin saber lo que sobrevendría, nos sentamos en una fila de la segunda planta, bastante atrás. Lógicamente –herido como andaba y solitario- no vi la película teniéndola tan a la mano. Pero ahí no había más gusto que el matar la soledad a palos y no un aposento de la delicia y el remanso que Silvia era capaz de darme. Tan destruido andaba que no veía quien me la hizo sino quien me la pagaba. La sorpresa vino en el intermedio. Silvia estaba en la fila de adelante acompañada de un muchacho desconocido. Hubiera querido hacerme invisible, pero mi ruego no funcionó. Ella volteó y nos encontramos frente a frente. Cuando Silvia nos vio clavó en ambos una mirada fulminante, que luego pasó a la indiferencia: se rió con su acompañante y lo abrazó más.
Al salir del cine no hubo más que concluir lo que durante la película habíamos empezado. Y nos fuimos a un hotelito de la calle Malpica. Ahí, tristón y desganado, le hice el amor a Pilar, pero fue una acción más por salirle al paso que por deseo. Ni ella ni yo imaginamos la verdadera reacción que devino al siguiente día. Cuando Pilar se presentó a trabajar, Silvia la corrió sin más concesión que el tiempo justo para guardar su ropa y salir de la casa. Eso me contó ella al siguiente domingo que nos encontramos en el parque de aquella ciudad pequeña, redonda y arenosa que era Puerto México.
También me dijo algo que me marcó para siempre en ese andar con las mujeres:
–Quien sabe qué número fuiste en su lista personal, Milingo –comentó esa noche cuando el amor se me develó frustrante, porque sin saber sufría lo que antes le había hecho a otras muchachas que me habían considerado el amor de su vida, y yo, creído, les había negado la oportunidad. Silvia se acostaba con el muchacho que le gustara, ese era su vicio desde que el marido la había abandonado por una sirvienta. Esta historia del gusto personal de Silvia se corría en aquella vieja camada de amigos de la Zamora, pero no lo creía porque cuando lo supe ya estaba prendido por su corazón, y como se sabe, “corazón enamorado, pendejo corazón”.
–Es el gusto de ella, dice que así se venga del marido. –me contaba Pilar y a mí en cada palabra suya algo se me iba rompiendo en pedacitos, sin posibilidad alguna de recomponerse algún día.
– ¿A poco creíste que tú eras el único?
Cada palabra, cada frase llevaba el dardo afilado que laceraba con la cruda realidad, que en aquellos años no avizoraba porque no tenía experiencia ni malicia. Lo que me llegaba parecía limpio, bueno, sincero a morir, pero no era así. Entonces el modo como sucede va cambiando el pensar y el sentimiento, lo va moldeando para pagar después con la misma moneda, pero no a la que nos hiere sino a la que vendrá. Era cruel lo escuchado que no acertaba a decir nada. Simplemente pensaba en la herida fresca por el arañazo de ese amor primero con una señora otoñal y la cifra que fui en sus noches de soledad: el tercero, el noveno, el enésimo, el número nunca supe cuál fue. Ni tampoco si fue su cuerpo o el amor de su corazón lo que más me gustó. Eso no lo supe nunca, pero de lo que sí me enteré después es que mi relación con ella había sido tan fuerte que nunca se me fue de la memoria, y cuando recuerdo esos hechos tengo la impresión de haber ocurrido ayer y no cuando tenía dieciocho eneros cumplidos y era un muchacho de cabello largo y Puerto México tenía unas cuantas calles, dos cines, un parque con su quiosco, una Iglesia y una escuela secundaria y preparatoria, no como ahora tan lleno de carros y gente desconocida, asaltos y muertes horrendas que ya no sé cuál es la vida que me espera.
Después de ese mal episodio de mi vida me fui a Jalapa a continuar mis estudios. Pasados los años regresé de nuevo. Puerto México ya era una ciudad moderna y la calle Zamora estaba pavimentada. La casa seguía en el mismo lugar pero Silvia ya no estaba. Fue una amiga mía, que sin querer resultó pariente de ella, la que me contó otra parte de la historia personal de Silvia: Había muerto de cáncer de pecho y se había distinguido por ese gusto exclusivo por los muchachos.
–Hubo uno que por haberse enamorado de él, hasta en su muerte lo recordó –dijo mi amiga. Le pregunté el nombre, pero no pronunció el mío. Otro había ocupado el lugar al cual aspiré. Sin embargo, oír eso de Silvia me abrió las puertas del recuerdo y me motivó a escribir la historia de mi amor por ella, cuando apenas era un muchacho imberbe, cabello largo y reventonero, enamorado de mujeres como Silvia, ahí en la esquina de Zamora y Bravo en aquel lejano Puerto México, redondo y playero, lleno de dunas y nopales, chiquito y querendón como ahora, pero mejor, tal vez ahora otras Silvias ya nacieron y otros muchachos mejores repitan esta mis ma historia.