sábado, 16 de octubre de 2010

LOCURITA

Este cuento fue premiado en Argentina. Lo reproducimos con el permiso del autor, y desde aquí le mandamos una sincera felicitación a su premio merecido.

De Luis A. Chávez


Locurita era lo más mínimo del pueblo. Nadie sabía de dónde y cuándo había llegado; con un destartalado cuchillito se dedicaba a la talla de piedras pómez o pedacitos de madera con los que hacía excelentes figuras de animales o personas.
De mediana estatura, negroide y de cabeza al rape, acostumbraba arremangarse meticulosamente justo abajo de las rodillas los pantalones que le regalaba la gente. Hablaba solo e iba y venía por el pueblo sin rumbo fijo; dormía donde le agarraba la noche y no faltaban almas piadosas que de alguna forma estaban pendientes de él dándole de comer o de beber. A veces, cuando algún borracho le preguntaba algo Locurita se hacía el sordo, pero en otras contestaba de acuerdo a su humor. “Rezo yo para morirme –decía- mientras que ustedes como los demás, rezan para vivir, no saben lo que piden, no saben lo que piden, algo muy grande ya viene”. En torno a aquel pobre hombre que además no estaba tan viejo, se decían rumores, como el que había sido hijo de una anciana que lavaba ajeno; otros decían que Locurita era de Belice, por eso era negro y allá, en su tierra natal, sus padres eran inmensamente ricos pero él, enfermo del alma por el desamor de una joven, se echó a caminar.
Unos niños comenzaron a decir que Locurita por las tardes iba hasta un corral abandonado en un rancho en litigio en las afueras del pueblo, se arrodillaba bajo de una palma muy alta de coco y pasaba mucho tiempo rezando con la mirada al cielo y los brazos abiertos. El rumor, como en todos los pueblos sin qué hacer, corrió como reguero de pólvora y allá fue la gente a investigar si era cierto. En efecto, encontraron a Locurita en posición de gran éxtasis y los vecinos, al mirar a la palmera, repararon que en lo alto de aquella mata se podía distinguir un divino rostro. Todo mundo se puso de rodillas y las comadres iniciaron los rosarios, las romerías, el encendido de veladoras y velas, entonces Locurita habló.
-Hermanos y hermanas. Dios ha curado mi enfermedad, Él, por siempre tan altísimo; éste es el lugar que me ha pedido le cuide, benditos sean, pecadores, abran su corazón hacia el Altísimo, amén.
-Amén- dijeron todos e incluso muchas señoras y algunos hombres lloraron.
Locurita estuvo en el lugar unos siete años. Administró la construcción de una pequeña capilla, muy modesta, y cuando los habitantes del pueblo le confiaron todas las limosnas y colectas para levantar la iglesia, fue a la capital por el permiso y hasta el día de hoy lo están esperando.

Luis Alberto Chávez Fócil
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miércoles, 13 de octubre de 2010

AFUERA LLUEVE


Luis A. Chávez

Afuera llueve. Y en su casa, un hombre salvaje como nadie, mira la televisión a duros trances (su querida se fue, no tiene mucho) de manera que la soledad ha comenzado a roerle. De hecho tiene ya agujeros en algunas de sus camisetas, grises más de olvido que de mugre.
Y con la barba crecida, somnoliento, apura un vaso de leche, un trozo de pan duro como sus dudas últimas mientras mira la casa, para imaginar que ella estuvo allí hasta hace poco, convertida en flor, en ave, en agua.
Recordándola, se duerme.
De sus manos resbala el vaso y el pan porque la gravedad de la vida, si puede arrastrar a una mujer tan lejos, fácil es imaginar de qué es capaz.
En la mañana, cuando por fin se levanta del sillón donde se quedó dormido, a cualquiera le molestaría la espalda. A él no, dolido por no saberla más, por no escucharla. No sabe qué decir, a quién contarle que se encuentra solo, que a punto están, muchos como él, de cometer un crimen.
Decide hacerse el valiente, intenta sacarle a su furor otro legajo, otra vena.
Pero su cuerpo no es de él, es de la inercia, su voluntad requiere de jabón, de un baño urgente.
Y vuelve a la televisión que se quedó encendida, palmo de la mitad de una locura.
Creciéndole las fuerzas sobrehumanas, ya no echa sal en su lastimadura, insiste en vivir a toda costa y, por fin, acepta que perdió esa guerra, que la mujer no acata influencias cuando decide alejarse y, con temple, se va llorando por dentro. Pero les dura poco, salen de su propia tumba como si fueran crisálidas, son las maestras de la noche y día, de la penumbra y la luz.
No existe antídoto para curar de olvido ni para curar de amor (unos se ponen en la frente un crucifijo, hacen promesas vanas, ruegan mucho) Y la mujer que se fue, ya no regresa, se la traga el viento.
De manera que este hombre quiere de nuevo vivir, y se apresura.
Prepara su corazón y sus maletas, se va a cambiar de casa, de país, de oficio, está listo.
Abre la puerta pero afuera llueve.
Y con su premura idílica, con su confianza y su fe, el agua de alguna forma le recuerda a ella.
Y ya no sale más. Vuelve a la televisión para intentarlo (como otras veces) mañana.

lacosta59@hotmail.com