lunes, 26 de septiembre de 2011

GABO: LA VIDA COMO CUENTO DE HADAS.

Marco Tulio Aguilera Garramuño.
No tenía la intención de leer el primer tomo de las memorias de García Márquez sino en algún lejano día en que me hubiera reconciliado con su literatura. Los libros más recientes del maestro me han dejado insatisfecho y no porque fueran de inferior calidad, sino simplemente por un prejuicio bastante infantil: se habían transformado de tal manera en producto único de consumo por parte de la inmensa masa de lectores, que, me decía, en alguna parte debe estar la trampa, llámese fórmula, secreto, receta o simple sabiduría literaria. O tal vez se trataba de elemental envidia, que es un veneno casi infalible.
          Pero la Providencia tiene sus designios, que generalmente no coinciden con los del viviente. La vida literaria —la vidita— me puso una trampa. Recibí una invitación para escribir sobre  Vivir para contarla.  La invitación venía de la revista Crítica,  que es prácticamente una de mis tres revistas de la vida. Total,  cedí a la tentación.
Vivir  para contarla.  El título me saltó como un chango a la espalda desde el principio y me hizo pensar en una vida vivida como espectáculo. No una vida para vivirla, sino para observarla a la distancia, de la manera fría y calculada con la que el escultor mira el bloque de mármol; una vida contemplada desde el exterior, desde arriba, con ojo de narrador, que intenta hallar qué hay en ella de narrable, de interesante, de explotable. (Y mi comercio epistolar con algunas personas afines a GM me ha reafirmado en esa idea: nuestro escritor no recurrió sólo a su memoria, sino a las memorias de los que lo conocieron: el libro es por lo tanto una especie de antología de memorias, no sólo del escritor, sino de quienes lo conocieron en las diversas etapas de su vida.). (De paso me ha llamado la atención y me ha llenado de asombro la manera en que Gabo ha sabido guardar su vida privada —que debe tenerla, y de la que se escuchan consejas, que naturalmente no repetiré— y cómo ha logrado independizar su literatura de su vida, hasta convertirla en un territorio de fantasía, que comparten millones de lectores.)
          Primero que todo tengo que decir que Gabo —digámoslo en confianza, pues ya parece ser pariente de todos, una especie de papá grande o abuelo universal— cae de lleno y sin autocompasión  en el abismo que todo libro de memorias bordea: el de la autoalabanza, la glorificación (o, en su caso, la justagloria.) Sí, habla bien de ese personaje que conoció en su infancia, pubertad y principios de madurez, dice que fue una especie de niño prodigio, que recitaba poemas enteros del Siglo de Oro, que cantaba como un mirlo y pintaba como un Miguel Angel; dice que sus títulos académicos le fueron otorgados por el don de su gracia (afirma que es incapaz a la fecha de sumar siete más cuatro sin armar toda una fórmula algebráica) y que terminó sus estudios con el pecho acorazado de medallas, no por merced de su inteligencia o su disciplina. Dice que era recibido en cantinas, burdeles y redacciones periodísticas con aplausos, con exclamaciones inverecundas (¡Ya llegó el genio! ¡Llegó el gran Gabo! Cuando publica su primer cuento, el grande crítico Zalamea exclama “¡Con García Márquez nace un nuevo y notable escritor”.)  Informa que no tuvo que hacer grandes esfuerzos en la vida porque tuvo amigos, y como dice un famoso filósofo de Guadalajara, los amigos son mejores que Dios. Dice que decían de él que su correspondencia la recibía en los burdeles y no en su casa familiar comme il faut; se autocondecora con el título de “veterano de tres blenorragias”. Dice que su primer premio literario no lo buscó sino que se lo ofrecieron. Dice que el  mundo literario antes de él en Colombia estaba casi vacío...
Pero todo lo anterior y mucho más lo dice con gracia y arte, casi con inocencia, de modo que no sólo se le perdona sino que se le agradece. Decir que en el colegio de jesuitas terminó con el pecho acorazado de medallas, que contaba las mentiras más encantadoras del mundo, que se bañaba desnudo con las mujeres de su familia sin sentir curiosidad alguna, y muchas otros asuntos agradables, hace que la lectura se deslice como quien escucha un cuento de hadas. (Y ése es ya un viejo argumento de este lector y comentarista que soy yo: que el don de García Márquez, su universal aceptación reside en el hecho de que ha logrado embaucarnos a todos con sus cuentos de hadas. Hasta las masacres tienen efluvios poéticos y resultan agradables en la pluma de este Rey Midas, auténticamente irrepetible en la literatura.)
          No sólo lo que escribe García Márquez sino lo que se mueve en torno a él resulta encantador, absurdo, realismo mágico en su esplendor: que sus libros sean colocados en los estantes de las librerías bogotanas al ritmo del Himno Nacional de Colombia, que sus amigos periodistas y admiradores sufran espasmos de emoción ante su cercanía en un cine, que se le trate como a una reina de belleza y él acepte estos tratamientos, que ande de pipicogido con reyes, emperadores y presidentes —ha sido el eterno mimado de los presidentes de México, ya sean del PRI o del PAN— que huya de la fama y cuando ésta lo elude él mismo busque el reconocimiento —nunca olvidaré el instante en que Gabo iba a pagar la cuenta de un desayuno que habíamos compartido en un Samborn’s  de Las Lajas: la cajera ignoró todo el tiempo la magnitud del personaje que tenía al frente y el cuitado del Gabo hacía todo lo posible para que ella lo mirara y lanzara la exclamación pertinente.
El camino de este personaje de la nueva novela de García Márquez que se llama  Vivir para contarla se encuentra tan lleno de fanfarrias y timbales, se antoja tan digno, incluso en los momentos de mayor miseria, que uno se pregunta si en verdad existe alguien a quien hasta los pecados y las lacras le sirvan de condecoración. Pero bueno, lo que pasa es que muchos quisieran que hubiera una verdad histórica, asunto imposible cuando el personaje es una auténtica máquina de fabular. Es claro que lo de Gabo es una fábula, un embeleco, y él mismo lo advierte de entrada, curándose en salud: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Una máxima bastante acomodaticia e ingeniosa, que podría quedar en la historia de las máximas al lado de algunas inolvidables de Pascal, Santo Tomás o Tito Monterroso (“Los enanos tienen un sexto sentido que los hace reconocerse a primera  vista”, verbi gratia.)
Gran parte de los comentraristas colombianos de libros iniciaron sus notas sobre esta obra con disculpas: “No es fácil leer con cabeza fría un libro que se promocionó como un jabón”, escribe Carlos Lemos Simmonds. “Vivir para contarla había adquirido el aburrido rango  de un libro canónico aun antes de nacer. ¿Cómo aproximarse a la última obra del escritor vivo más famoso del mundo y al autor de lengua castellana más importante después de Miguel de Cervantes Saavedra; del escritor más universal de cuantos existen sin distinción de lengus y culturas; del hombre que cambió nuestras vidas y que ha soñado por todos nosotros”. Culmina Lemos “no faltó quien propusiera que en cada hogar colombiano se entronizara solemnemente el libro. Como la Biblia”.     
                  Lemos descubre —o dice descubrir— varios errores de tipo histórico; anota que la prosa de Gabo se acartona cuando no puede dejar volar su imaginación, que se vuelve triste y sin luces cuando sale de la costa colombiana. Afirma que la obra está a medio camino entre la novela y la historia, y que en el campo novelístico alcanza altos vuelos, y en el memorialístico, cae, se arratona.
          No estoy del todo de acuerdo con las anteriores observaciones. Hay páginas ambientadas en Bogotá que valen la pena y que tienen importancia histórica. La sección dedicada al Bogotazo, con todo y estar basada en un célebre libro de Arturo Alape, es estremecedora y da versiones interesantes sobre la muerte de Jorge Eliécer Gaitán (una especie de salvador de la patria que fue asesinado, como Colosio,  a tiempo, para que se convirtiera en útópico salvador de la patria, eludiendo el triste destino de ser uno más de la lista de fracasados.)
 Considero que Gabo nos hizo un favor al no recetarnos su historia a manera de crónica. Nos la recetó con el endulcorante de su fantasía, así podemos apurar lo que de alguna manera ya sabíamos, y encontrar en la receta nuevos ingredientes de la sopa magnífica que nos ha estado dando el Gabo durante tantos años, una sopa que no termina de coserse, por fortuna, y que nos promete sorpresas, aunque quizás no tan grandes como las de su plenitud literaria, cuando acometió proezas como Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera —yo no termino por digerir la idea de que El coronel o Cronica de una muerte anunciada sean obras literarias plenas. Es parte de los embustes inventados por los críticos y por el mismo Gabo para convencernos de que nuestro escritor siempre cagó rosas, nunca espinas.
          Las tendencias dominantes en Vivir para contarla siguen siendo las mismas de sus exitosas obras anteriores: el uso de los superlativos, de hipérboles, la magnificación (se repite lo bíblico, cataclísmico, prodigoso, los confines del mundo, lo colosal, habla de aguaceros universales, si fuma, fuma 70 cigarrillos de tabaco negro,  los personajes visten como para una película de García Márquez filmada por Ripstein, los caractéres de sus personajes son irremediables, fatales —si no fuman ni beben, no lo hicieron nunca y no lo harán jamás—, si el protagonista yoga puede hacerlo tres días seguidos gracias a una sopa de iguana. Su vida ha sido deslumbrante, incluso en los momentos de miseria: fue un brillante declamador y memorista que podía guardar a la segunda lectura poemas kilométricos, fue cantante aclamado en emisoras y serenatas, en burdeles de espanto y cantinas, fue estudiante lleno de honores y privilegios y con sus primeros cuentos vino a salvar a la literatura colombiana de un terrible vacío, fue veterano de blenorragias, desertor de la carrera de Derecho, pero nunca, nunca dudó que su destino fuera la más absoluta apoteosis. “Si uno quiere ser escritor debe ser mejor que Cervantes”, ha dicho.
          A medida que uno va leyendo va encontrándose con pistas dejadas sabiamente por el autor, que, sin duda, quiso hacer un libro en clave para sus queridos lectores, quienes podrán identificar las señas de las fuentes de sus obras anteriores. Hay de nuevo esa sorprendente simetría, que sólo logran el gran arte o el gran artificio: cada capítulo tiene setenta páginas, así como cada capítulo de El amor en los tiempos del cólera tenía no sé cuántas. Mienta la masacre de las baneras, habla de la siesta del sábado, de los pescaditos de oro y de mil otros secretitos bastante públicos. El estilo es único, parejo, pulido, con algunos descubrimientos e imágenes deslumbrantes —más bien pocas. Hace unas cuantas aportaciones o recuperaciones a la lengua: frémito, botamen, lampazo, conduerma, famina, averío, guataco (y lo pone como tarea a sus lectores... esa es la parte experimental del libro de Gabo.)
          No es un secreto que cada escritor y cada ser humano se crea y se cree su propia leyenda. La del Gabo ha ido tejiéndola él mismo y nos la ha hecho creer. Nos la ha hecho verosímil. Cito: “Alfonso Fuenmayor me dijo entonces algo que no olvidé nunca: ‘Es que la credibilidad, mi querido maestro, depende mucho de la cara que uno ponga para contarlo’”. La cara de Gabriel al contar esta gran leyenda suya es la del niño que cuenta su gran mentira con la absoluta certeza de que es solamente la verdad. Otro dato importante que contribuye a que se le crean todos los cuentos al Gabo es el del encanto personal, la simpatía y la capacidad de captar amigos que lo han querido siempre, que lo han endiosado, lo han apoyado, lo han protegido: Mutis, Fuenmayor, Cepeda Samudio, Germán Vargas —único del grupo de los siete sabios de  Cien años de soledad, a quien pude conocer en un famoso concurso y quien trató de explicarme que eso que estaba usando indebidamente frente a don José Donoso, no era un cenicero sino un recipiente para los camarones...
Reitero: virtud importante de estas memorias, es que no lo son en realidad, sino —como lo señalara Dasso Saldívar, su biografo más minucioso, aunque no muy acatado (en correo reciente Dasso me informa que Gabo le pidió modificar fechas y dice que para escribir  Vivir para contarla se documentó en la misma biografía de Dasso,  Viaje a la semilla— una novelización de una vida. (Mi esposa sostiene que no va a leer las memorias de Gabo, pues las considera de entrada una mentira de pe a pa. Le respondo: Pero es que esas memorias no son para creérselas, sino para disfrutarlas –defiendo yo al Gabo contra el escepticismo de Lety, que cada vez descree más de la raza letal de los intelectuales.
Entre las características más destacadas que el Gabo cree descubrir en sí mismo se halla la timidez, argumento que repite por lo menos veinte veces en el  libro. Pienso que más que timidez es compasión por el género humano que desde hace ya bastante tiempo tiene que soportar el oprobio de coexistir con del escritor más famoso del mundo. Por eso de alguna forma el Gabito evita mezclarse con la gente común y escoge preferentemente a presidentes, actores y actrices, gente que no se sentirá tan aplastada por su deslumbrante aura de genio inapelable. Es pues tímido ante la multitud, pero con sus conocidos, gente a la que puede mirar a los ojos mientras les habla, se comporta como un magno sabio, un papa irrefutable, el más grande de los simpáticos que engendrado haya el universo. Sólo cuando uno se lo encuentra a solas con Gabo es que puede hablar con él de humano a humano. De otra forma entra en acción la máscara que nuestro escritor debe ponerse muy a pesar suyo, cosa que no le ha de agradar. Entonces debe huir pues se trata en efecto de un tímido social. Debe estar entre los suyos para estar a sus anchas y perder la patológica timidez. Lo que no es reprochable, sino  por completo explicable: nos pasa a todos. Para llevar al extremo el asunto basta imaginar a un noruego típico rodeado por una tribu de pigmeos. Eso es Gabo: un nórdico entre pigmeos. Y esta primera parte de sus memorias es la fábula del ascenso de un mortal al Olimpo. Como a los dioses, le lloverán alabanzas, tantas, que ninguna voz discordante alcanzará a escucharse en medio de la algarabía. No es pequeña la empresa con la que se ha castigado el Gabo: dos volúmenes más en los que debe seguir creciendo el estruendo, el escándalo, la fanfarria, el esplendor.
Para quienes, como yo, no hayan quedado satisfechos con este primer volumen y no estén dispuestos a quedar satisfechos con los dos siguientes hay una consoladora noticia. Una información que tendrán los lectores de Crítica  como primicia mundial: Gabriel García Márquez está escribiendo, muy en secreto, sus verdaderas memorias, una obra de altísimo calibre en todos los ámbitos, en la que no dirá ni una sola mentira, no inventará la más leve fábula y con la que va a demostrar para siempre y de manera irrefutable, que la realidad supera a la más desaforada fantasía. Pero esta obra solamente será publicada de manera póstuma, pues contiene materiales tan extraordinariamente delicados, que harán temblar los cimientos no sólo de la literatura, sino de la humanidad en pleno. Tal obra sentará los cimientos de una nueva moral, una nueva política y una nueva forma de entender a las mujeres.
Xalapa, noviembre, 2002

jueves, 15 de septiembre de 2011


DEL NUEVO LIBRO DE ORLANDO GUILLEN

EL ANSIA DE LA PANDORGA





ORLANDO GUILLEN

Surden al primer albur de albor. Noctívagas vagonas repletas

De miedo de las güestes celestiales

Caminan jadeantes como bestias bien arreadas cargas de leña

De vacío.

Como de Lo Luz Lo Oscuro. De Lo Sustancia Lo Flor. Como de

Horca las racimas esenciales

De Lo Forma. Noctívagas sudorosas descargando sobre ya muy meado río

De Nada y de corazón mamá. Meaos y a muy meaos. Meaos fermentaos

De Persona

Que no Será Ser entre las patas de estas bestias de carga terrenales

En los Altos de Santa Marta de Soteapan y San Martín de Acayucan

Meaos y Fermentaos y

Ovalaos de Persona,

Fandango de velorio, pespunte al jaraneo. Mortorio de las inmortales.

Chachacan chacan

Chachacanchá

Caamaño me gusta

Pa trabajar

Chachacan Chacan

Chachacanchá

Caamaño me encanta

Pa trabajar

Ay una duenda

Y un duende

Poemaban duendejadas

Diciendo la duenda

Al duende:

“Si por la rueda de Oriente

Se ven venir las cascadas

Es que al Sol está caliente

Y está cogiendo a vaciadas

Con la noche que se queda

Muerta de tantas culeadas”

Y el duende le contestó:

“Échate éste y vamonós”

Y el duende le contestaba:

“Échate éste y vamonós”

Chachacan chacan

Chachacanchá

Caamaño me gusta

Pa trabajar


Chachacan chacan

Chachacanchá

Caamaño me gusta

Caamaño me gusta

Pa trabajar
 
Chachacan chacan

Chachacanchá
Caamaño me encanta

Caamañ me encanta
Pa trabajar

Un poeta nunca muere




Javier Pulido Biosca

Ya ni recuerdo cómo conocí a Carlos Alemán, sí tengo en la memoria la primera conversación con ese joven que se interesaba en serio por las letras y al decir en serio quiero decir que leía y no simplemente barruntaba textos nacidos de una inspiración en la que no creo.

Intercambiamos opiniones varias veces y coincidimos en algunos puntos de vista sobre el anodino acontecer cultural de Coatzacoalcos. Supe que se interesaba por leer a Malarmé, a Valèry, a Baudelaire y sugerí leer a algunos otros para sacar en claro de que sí los conocía. De esas pláticas me enteré que le gustaban formas clásicas, como el soneto y me interrogó sobre mi postura ante los versos rimados y medidos.

Como no soy poeta ni aspiro a serlo, pude decirle lo que en realidad pienso de esas formas como un verdadero reto a la creación, siempre y cuando no se quede el escritor en la rigidez de la forma, que le impida la expresión. Ese es el verdadero reto.

Un día de esos que no se esperan, me visitó en casa y me presentó, con una mueca de vergüenza y orgullo, un paquete de hojas llenas con sonetos, más de 130 sonetos completos. Tardé en leerlos varias semanas, hasta que un día, presionado por el autor, insistiendo en que se los devolviera, cosa que hice con presteza y un poco ofendido ante la insinuación velada de plagio, acción despreciable y sólo digna del incapaz de crear.

Tal vez el joven Alemán tenía sus razones para temer ser plagiado, y las disipé dándole mi dura opinión. “No sé, Carlos, la técnica es correcta, muy bien medida y rimada, pero con la honestidad que te mereces, debo decirte que son huecos, no dicen nada, no transmiten y me parecen como un ejercicio y nada más”.

Las opiniones sinceras son más útiles que las alabanzas, pero duelen, eso lo sé y por eso evito participar en talleres y círculos de creación que se forman de vez en cuando por personas que no leen y pretenden escribir. Pero Alemán sí leía, así que supe que de algo le debía servir mi rudeza.

Y fueron varios meses que nos dejamos de frecuentar. Eso les pasa mucho a los poetas, hasta que un buen día me enteré que había recibido un premio en algún concurso local, lo que dio gusto, aún cuando se que esos clubes son demasiado concesivos. Después tuve ocasión de leer el texto ganador. No eran sonetos, sino verso libre lleno de metáforas y me dio más gusto saber que el joven lector ya escribía poesía.

Fui a decírselo y le hice una sugerencia “Carlos, con el premio no te engolosines, estudia, las letras son muy exigentes y requieren formación profesional. No te quedes así, inscríbete a la Universidad, que en artes, antropología y literatura es de amplio prestigio”.

Me miraba con ojos tristes para contestar “no es tan fácil”. Supe que tenía que acreditar una materia en su preparatoria y le insistí en que la sacara. Pero no le era fácil.

Más adelante lo incorporé al equipo de trabajo de la revista Raíces, en la que disfrutó presentando comentarios musicales de autores clásicos. Disentíamos en algunos puntos de vista, pero eso enriquecía el pensamiento de ambos y un buen día me presentó otro paquete de sonetos.

Con temor de ofenderlo, los leí en poco tiempo para nuevamente hacer mi comentario, duro, aunque sin ánimo de lastimar, sino de retar al talento. “Carlos, están mejor que los primeros, pero no transmiten vida. La poesía debe darte un trozo de vida. Usa la técnica para que exprese lo vivo, de lo contrario no hay poesía; ¡vive, ama, goza, llora, olvídate de la poesía que no es nada sin vida!”.

Me distancié por diversas razones de trabajo y un accidente del que salí adelante gracias a muchos amigos que, como ángeles guardianes, me auxiliaron en su momento, lo que agradezco siempre.

El último comunicado de él, a través de un apreciado intermediario fue sobre un asunto de suscripciones de Raíces, al que respondí que no se preocupara, que no había problema alguno, después de casi un año de inactividad, el ritmo de Raíces cambió y agradecí los esfuerzos y la honestidad de Carlos.

Poco después supe de su deceso, y lamenté ver truncada la posibilidad de que un joven llegara a producir poesía, con la altura que merecía su esfuerzo e interés.

Y fue hasta el pasado lunes que recibí de parte de un colega, que también es poeta, Samuel Pérez, quien editó unos sonetos de Carlos Alemán, de un tercer paquete que ahora me toca ver ya impreso, prologado por el poeta Rubén de Leo y el cuentista Luis Chávez Fócil.

Los sonetos son excelentes, colocan a Carlos Alemán en la categoría del poeta que domina la forma para expresar vida, por lo que, rememorando a Jean Cocteau, podemos decir que “los poetas nunca mueren”, y dejar ese trozo de inmortalidad que será presentada, como libro en la Casa de Cultura de Coatzacoalcos el próximo lunes 19 de septiembre a las 20:00 horas, 8:00 de la noche.

Por lo pronto dos muestras de lo que los asistentes encontrarán el libro que se presentará:

ME DUELEN LAS MURALLAS QUE CELEBRAS

Jamás supiste nada, niña tonta

Sin rumbo fijo siempre solo vago

Mis carnes hierro muerden, nubes monta

Descubre cuántas propias tumbas hago;



La sed que sus venenos los afronta

Los hilos adelgazas de mi pago

En los relojes donde se remonta

Amarga de volcanes en su trago;



Me partes, juegas con mis altas hebras

Tus signos corren, huyes sin acuerdo

Me duelen las murallas que celebras;



Por el modo grave con que pierdo

Lluéveme tu nombre si me quiebras

La piel que se diluye en tu recuerdo.



EN TU ALMA CLARA CON AMOR YO ENTRO

De voces diferentes de poesía

Con las gratuitas arpas del aroma

Del alfabeto joven todavía

Tu diaria primavera mundos toma;



De bruma con pausada calma fría

De noche vasta que con sol asoma

Con mármol de constante paz de día

Paciente lluvia tienes por idioma;



Liberas lo que sobre vientos lanzo

Tus danzas giran en su propio centro

Exactas, intocables del remanso;



Te haces fragmento en el encuentro

Y en las orillas de tu piel descanso

Y en tu alma clara con amor yo entro.



miércoles, 14 de septiembre de 2011

nuevo libro de Antonio Salinas Bautista


Serial, del pasmo a la poesía



Jeremías Marquines  



La frase de Heidegger: para qué poesía en tiempos de penuria o en tiempos sombríos, cobra en la actualidad su dimensión más amplia. Algunos dirán que la poesía en tiempos de penuria trae esperanza, pero no es así, la poesía no nos da nada que no tengamos ya adentro de nosotros, si lo que deseamos es esperanza, tendremos esperanza, pero si lo que bulle en nuestro interior son otros sentimientos como la angustia, el desencanto, el odio y la impotencia castradora, eso mismo obtendremos de la poesía.

Hasta hace una década, la violencia producida por los conflictos entre bandas rivales de narcotraficantes era un tema marginal del que se ocupaban sólo las páginas de notas rojas de los periódicos regionales y, a veces, alguno que otro cuentista, sobre todo de los estados del norte donde por generaciones vivieron los grandes barones de la droga pero para la poesía estos asuntos nunca tuvieron importancia.

Para muchos mexicanos la violencia del narcotráfico sólo existía en la imaginación de los narradores y corridistas norteños, y en la canción de Camelia la Tejana y Emilio Varela que, paradójicamente, la misma sociedad que hoy se duele de la narcoviolencia ayudó a difundir y cantó en fiestas y bautizos desde 1973, año en que la abuela de los narcocorridos se grabó por primera vez.

Hace poco tiempo era impensable y hasta de mal gusto que los poetas hicieran eco de tiroteos y matazones entre narcos y policías. Si uno revisa los libros de los más destacados poetas mexicanos de los últimos diez años, según un artículo publicado por El Universal, se dará cuenta que estos asuntos no existen para esos maestros de las letras nacionales. Como es común en nuestro país, los poetas viejos y jóvenes estaban ocupados como siempre en analizar las pelusas de su ombligo; observar las grietas en la pared; seguirle las huellas a un tigre rengo, y buscar abstracciones estéticas en la guía de enfermedades hospitalarias. Para estos poetas, mirar la realidad alrededor de sí, era y sigue siendo cosa sucia. Los únicos que en ese entonces se atrevieron a tocar el tema fueron algunos narradores mexicanos como Mario Trejo González y Elmer Mendoza. El primero con la novela El cadáver errante, publicada como la primera narconovela en 1993 por la editorial Posada, y el segundo, con Un asesino solitario publicada por Tusquets en 1999, donde el crimen de Colosio le sirve de pretexto a Mendoza para marcar en el mapa del país un territorio que desde siempre se han disputado narcotraficantes y policías judiciales; luego de esto, la narcoviolencia se hizo moda literaria que las editoriales han explotado hasta la trivialidad, casi de la misma manera en que lo hicieron en su tiempo con la llamada literatura de la onda o con el realismo mágico.

Pese a que la violencia criminal, desgraciadamente forma parte desde hace algunos años de la vida cotidiana de millones de mexicanos, hasta hace algunos meses, en el mundo de los poetas nacionales, aún se pensaba que era posible vivir en los márgenes de esta inercia de la brutalidad. Sin embargo, el despertar a la realidad ha sido súbito y terrorífico. Cada vez son más los casos de escritores que han sido tocados por las balas de lo amargo; el caso más dramático, como todos saben, lo representa el poeta Javier Sicilia. Luego le siguió Efraín Bartolomé, el más insolidario de los poetas mexicanos, quien quiso sacar jugo publicitario de un simple allanamiento a “su hermosa casa”, cuando en el país todos los días la gente vive casos verdaderamente graves de terror.

Para los que vivimos en Acapulco, un lugar que durante más de medio siglo representó La Meca del turismo nacional y extranjero; el paraíso de palmeras y sol donde cientos de artistas y faranduleros diversos encontraron alivio a su mundanidad, tiene ahora otro significado. Vivir en Acapulco significa dormir y despertar con miedo. Aquí, como dice uno de los poemas de Antonio Salinas: “La casa ya no es lugar seguro: las paredes son blandas,  hieden a pólvora los rincones”. Vivir ya no es opción entre las balas cotidianas. La incertidumbre alimenta los días violentos donde sobrevivir lo más discretamente posible, se ha constituido en parte de un ritual que cada quien practica a su modo, ya muy ajeno a la ensoñación edénica.

Si el despertar es abrupto, la literatura que se hace en Acapulco es del mismo modo: casi de la noche a la mañana se pasó de la fiesta perpetua al luto cotidiano. Un día Antonio Salinas se encontró en la disyuntiva entre seguir cantando al mar, las mujeres y las playas de Acapulco como venían haciendo los versificadores y boleristas de este puerto desde hacía más de medio siglo, o volverse sobre el ejercicio de hacer una reflexión llena de intuiciones y alumbramientos sobre la realidad violenta que le tocó vivir.

Antonio Salinas (Acapulco, 1977), es parte de una nueva y quizá la primera generación de escritores que desde Acapulco -un lugar que hace menos de una década no figuraba en ningún mapa literario nacional-, construyen una poesía integrada por partes de la realidad más inmediata y esencias intangibles que laten bajo la piel. Una poesía que se alimenta de la nausea y del caos, ilegitimo e intolerante donde nace.

Serial es una cifra, un código alfanumérico único asignado para identificar un objeto en particular entre una gran cantidad. Así tituló Antonio Salinas Bautista su primer libro de poemas que recién acaba de publicar el Fondo  Editorial Tierra Adentro, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Con este título, el poeta nos anuncia una poesía de pasmo donde el valor de la vida se traslada al número de serie con el que se identifica a cada individuo en los largos empadronamientos de muertos que deja la violencia criminal que azota al país.

Una poesía de pasmo dije porque así está la sociedad y el tiempo que vivimos. Un tiempo donde la poesía ha sido rebasada por la intensidad de la violencia y que Antonio Salinas expresa bien al decir: Me siento el centro de una balacera,/ víctima del silencio amordazado […] Me concentro frente a la hoja en blanco./ Trato de escribir una sola palabra y no puedo;/ el papel se arruga en mis manos,/ ¿o son mis manos las que se arrugan?, ¿o es mi voz la que no alcanza el vuelo como cualquier pájaro?

Nadie se mueve, nadie habla, nadie vio, ni escuchó nada. “De ahí que mi voz sea una fruta amarga, sonido que no se oye”, escribe Salinas. Hay una vida ahogada dentro del caos que producen las balas y los ajusticiamientos cotidianos. En cada esquina la vida se paraliza por el miedo. “Hay amor, ya no podremos caminar igual por esa cuadra, ni vivir entre los muros y la casa por otra larga temporada”. Nadie está a salvo, ni entre la multitud de un estadio de futbol, mucho menos en la banqueta de la avenida Costera de Acapulco en la que bestias sin rostro dejan regueros de restos humanos. “Nos debemos al festín de los encapuchados”, dice el poeta.

Serial es un libro que tiene el acierto de regresarnos de los exilios interiores donde por tanto tiempo nos hemos evadido. Nos trae de regreso de ese tiempo homogéneo y vacío de la memoria, del recuerdo y los días felices, al tiempo actual, el del presente que es lleno, llano y sin memoria pero es nuestro tiempo. En este tiempo, al igual que todo lo demás, a la violencia también la han desprendido de toda justificación ideológica, pues se matan disputando misceláneas, piélagos y cocinas, reclama el poeta. Se matan porque alguien se parecía a algún otro que cruzó la acera. Ajena a todo margen preestablecido, la violencia del narcotráfico ha creado su propia tercera orilla, su propia justificación, la del terror in situ, de la que se alimenta. “Ellos se adueñaron del tímido respiro de los peatones”, se lamenta el poeta.

El poeta Antonio Salinas ha creado un libro de pasmo, reflejo de una sociedad amordazada por el miedo. Un libro de admiración y asombro extremados por la violencia, que dejan como en suspenso la razón y el discurso. ¿Cómo decir con mis propias palabras que aquí toda roca se ablanda? Por más que escribo notas veo una grieta que no cierra con nada…, dice el poeta.

Serial es una alusión a una sociedad impotente, pasmada por el miedo: “Salgo de la casa con el miedo en los bolsillos. Cualquier ladrido me espanta cuando me gana el sueño”. Pero además, como dice uno de los poemas de Salinas: “No hay tribuna/ que se incendie de coraje/. Y “Como quien no quiere la cosa/ levanto mi voz pero nadie me hace segunda”.  Pero al final, todo se reduce al temor de hablar, a la mordaza que impone el terror y por eso, parafraseando un versículo bíblico, el poeta reclama: Quien no ha hurgado en el miedo/ que tire la primera piedra y no se esconda.

Los poemas de Antonio Salinas son un recuento lírico de los días aciagos que nos ha tocado vivir; un testimonio de que la violencia y el terror del crimen organizado no sólo matan el cuerpo físico, sino que también, lentamente matan la memoria, la pasman porque se vive al día, al filo de la navaja, a salto de mata: Se vuelven los recuerdos en mi contra/ así que está por demás disimularNo sé si los años me han enseñado o sólo me quitaron algo que no servía.

Pero aún entre las balas y el terror, la poesía canta, y canta a su objeto más preciado, canta al amor. En medio del humo, los matones, los autos polarizados, la sensación de sospecha, los restos humanos y las decapitaciones, el poeta se permite una pausa en el infierno para decirnos: si este amor llegó tarde en tiempos sombríos/ que mejor tarde, amor, que amordazados.



Serial

Antonio Salinas Bautista

Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011.